lunes, 3 de mayo de 2021

Historia y mito. Sobre la cientificidad de la historia

Historia y mito

Son dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. La primera se basa en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional; el segundo quiere dar lecciones morales


Por: José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid
Publicado en EL PAÍS 




Continúa la batalla por la historia. Y continuará, porque, como ha escrito Richard Rorty, la lucha por el relato del pasado es la lucha por el liderazgo político. Me atrevería a matizarlo: es la lucha por la legitimidad, tanto de líderes como de instituciones. Cuando la Biblia narra la creación del hombre en primer lugar y de la mujer a partir de la extracción de una costilla suya —porque “no es bueno que el hombre esté solo”—, está legitimando la postergación y sumisión del género femenino; como cuando relata el pecado original está justificando la obligación de trabajar
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Me objetarán: pero la Biblia no es un libro de historia; es una narración legendaria, es puro mito; son hechos que no están avalados por evidencia alguna; aceptarlos o no es un acto de fe. De acuerdo. Pero es que el mito, no lo olvidemos, fue el origen de la historia y ha seguido estando íntimamente unido a ella hasta hoy mismo —y en dosis nada despreciables—.

Llamamos mito a un relato fundacional (M. Eliade), que describe “la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo memorable y lejano” (García Gual). El mito versa sobre las hazañas y penalidades de unos héroes y mártires que son los padres de nuestro linaje. Su conducta encarna los valores que deben regir de manera imperecedera nuestra comunidad. No es historia, claro, porque no se basa en hechos documentados. Pero de ningún modo es un mero relato de ficción, al servicio del entretenimiento, pese a que su belleza formal también pueda hacerle cumplir esa función. Responde, por el contrario, a una pregunta existencial (Lévi-Strauss): narra la creación del mundo, el origen de la vida o la explicación de la muerte. Está basado en oposiciones binarias: bien/mal, dioses/hombres, vida/muerte. Expresa deseos —que el héroe intenta llevar a la práctica—, perversiones y temores —encarnados en monstruos—, e intenta reconciliar esos polos opuestos para paliar nuestra angustia. El mito es, en términos del psicólogo Rollo May, un “asidero existencial”, algo que explica el sentido de la vida y de la muerte. No es, en modo alguno, inocuo. Está cargado de símbolos, de palabras y acciones llenas de significado. Y tiene gran interés, como cualquier antropólogo sabe, para entender las sociedades humanas.
La Historia —con mayúscula, es decir, como rama del conocimiento, no como mera sucesión de hechos— es un género radicalmente diferente. Porque es un saber sobre el pasado; quiere estar regida por la objetividad, alcanzar el status de ciencia, como otros campos del conocimiento humano. Nunca será una ciencia dura, desde luego, comparable a la Biología o a la Química, ni tendrá el rigor lógico de las Matemáticas; ante todo, porque se basa en datos interpretables, de origen subjetivo normalmente; pero, además, porque en su confección misma tiene mucho de narrativa, de artificio literario (Hayden White). Quiere ser, sin embargo, una narrativa veraz, basada en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional. No es pura literatura de ficción (pese a los intentos de S. Schama).
El mito, en cambio, no busca, ni aparenta buscar, un conocimiento contrastado de los hechos pretéritos. Su objetivo es dar lecciones morales, ser vehículo portador de los valores que vertebran la comunidad. Desde el punto de vista político, su importancia se deriva, por tanto, de que crea identidad, de que proporciona autoestima. Los individuos que sufren una amnesia total carecen de identidad. Y las comunidades humanas, cuando aceptan o interiorizan un relato sobre su pasado común —un relato cargado de símbolos, como el mito—, construyen a partir de él todo un marco referencial, al que se llama cultura, en el que consiste su identidad colectiva y que proporciona estabilidad y seguridad a sus miembros.

Historia y mito son, por tanto, dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. Y, sin embargo, pese a ello, hay que reconocer, para empezar, que la historia tuvo su origen en el mito; y que, además, tampoco puede evitar desempeñar la función de crear identidad y proporcionar autoestima. Porque, al relatar nuestro pasado, legitima ciertas propuestas políticas, bien como retorno a situaciones pretéritas idealizadas o como derecho a alcanzar antiguas promesas.
En el mundo contemporáneo, el posterior a las revoluciones liberal-democráticas, el sujeto de la soberanía por excelencia ha sido la nación. Consecuentemente, los libros de Historia se han reorientado para hacerlos girar en torno al sujeto nacional. Porque los Estados hoy existentes se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal y, para legitimarse, proyectan hacia atrás la existencia de aquella mucho más de lo que una mente crítica aceptaría. En el caso español, en los manuales escolares de Historia que se usaban cuando la gente de mi edad éramos niños enseñaban que Viriato había luchado por la “independencia de España” frente a las legiones romanas, en el siglo II antes de Cristo, o que, por esa misma causa y en época cercana, los habitantes de Sagunto y Numancia habían preferido suicidarse colectivamente a rendirse, ante la aplastante superioridad de los sitiadores cartagineses o romanos, los cuales, al entrar, solo encontraron cadáveres y cenizas. No importaba que Sagunto fuera una colonia griega ni que ninguna fuente histórica directa testimonie la muerte de todos sus habitantes; Tito Livio, al revés, consigna que Aníbal tomó la ciudad al asalto y Polibio dice que consiguió en ella “un gran botín de dinero, esclavos y riquezas”. En cuanto a los numantinos, resistieron, según Estrabón, heroicamente, “a excepción de unos pocos que, no pudiendo más, entregaron la muralla al enemigo”. Tampoco suele dedicarse un instante a reflexionar sobre si Viriato, “pastor lusitano”, podría comprender el significado del concepto de “independencia”, ni aun el de la palabra “España”, porque, en sus montañas de la hoy frontera portuguesa, difícilmente habría visto un mapa global ni tenido idea de que vivía en una península.



El historiador nacionalista —dan ganas de poner comillas al primero de estos dos términos— deja de lado todos esos datos porque lo único que le importa es demostrar la existencia de un “carácter español”, marcado por un valor indomable y una invencibilidad derivada de su predisposición a morir antes que rendirse, persistente a lo largo de milenios. Y digo bien milenios, porque el salto habitual, desde Numancia y Sagunto, suele darse hasta Zaragoza y Gerona frente a las tropas napoleónicas; y vade retro a aquel que se atreva a objetar, por ejemplo, que todo el territorio “español” —godo— se abrió sin ofrecer una resistencia digna de mención ante los musulmanes, tras una única batalla junto al Estrecho. Al historiador nacionalista le importa, en definitiva, dejar sentado, por usar términos que gustan al actual presidente del Gobierno, que España es “la nación más antigua de Europa”; o del mundo.



Como la imaginación de la que estamos dotados los humanos es, desgraciadamente, bastante limitada (pobres de nosotros de haberse hecho realidad aquello de “la imaginación al poder”), los topoi mitológicos son relativamente pocos; y se repiten. Volviendo a Sagunto y Numancia, hay que recordar que el caso canónico, mucho más conocido que el español, sobre una ciudad sitiada que decide inmolarse ante el imparable ataque enemigo, es el de la fortaleza judía de Masada, cuyos defensores se dieron muerte antes que rendirse a los romanos. El relato de Josefo, única fuente directa sobre el tema, menciona, de todos modos, algunas excepciones a aquel suicidio colectivo; y la evidencia arqueológica no ha aportado prueba alguna de la hecatombe. Pero no terminan aquí las imitaciones. Dos Historias de Galicia de mediados del XIX, las de José Verea y Aguiar y Benito Vicetto, incluyeron el episodio del Monte Medulio, donde los celta-galaicos, tras resistir heroicamente frente a la abrumadora superioridad romana, acabaron entregándose también a la orgía suicida. Eran los mártires que el galleguismo necesitaba en su despertar nacionalista.
Pero las otras versiones ibéricas de la mitología nacionalista que se disfraza de historia, tantas veces mimetizadas de la españolista, pueden dejarse para otra ocasión.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica).



sábado, 1 de mayo de 2021

PRIMERO APRENDE Y SÓLO DESPUÉS ENSEÑA



PRIMERO APRENDE Y SÓLO DESPUÉS ENSEÑA

E. Moradiellos El País, 22 marxo 2013


El informe de los inspectores educativos de la Comunidad de Madrid sobre el desastroso nivel de conocimientos culturales positivos de los licenciados en Magisterio ha sacado a la luz un “secreto” bien conocido en las aulas universitarias españolas en general y en las de las Facultades de Formación del Profesorado en particular. Y los que hemos tenido contacto con ese problema de manera directa y fehaciente podemos dar fe de ello por experiencia propia.



Lo más preocupante de algunas reacciones al informe por parte de los afectados es la negativa a contemplar el núcleo del problema: que la formación universitaria recibida ha descuidado gravemente los fundamentos disciplinares (el conocimiento derivado del cultivo de las disciplinas científico-humanísticas: historia, matemáticas, literatura, biología…) en beneficio del saber formal y procedimental de las “ciencias de la educación” (teorías psicopedagógicas, doctrinas didácticas, praxologías docentes…). Tal es el caso de la reacción de la alumna mencionada en el artículo de este mismo diario (“Un fallo docente desde la base”, 14 de marzo de 2013) que desconocía la ubicación de los ríos Ebro, Duero y Guadalquivir: “A mí no me tendrían que preguntar los ríos de España, es mucho más importante que evalúen mi capacidad para enseñárselos a un niño ciego”.

Se trata de una respuesta asombrosa e inquietante por su patente desafío a toda lógica intelectual humana (¿cómo enseñar algo a un alumno ciego si no se sabe hacerlo a uno vidente?) y también al principio básico de la pedagogía más clásica y ya casi bimilenaria: Primum discere, deinde docere (primero aprende y sólo después enseña). Un principio, por cierto, remarcado una y otra vez por los mejores pedagogos y psicólogos de la educación que han abordado el problema. Así, por ejemplo, se expresaba Richard S. Peters, famoso director del Institute of Education de la Universidad de Londres, allá por 1977: “Si hay algo que debe considerarse como una preparación específica para la enseñanza, la prioridad debe darse al conocimiento exhaustivo de algo que enseñar. Un profesor, en la medida en que está vinculado a la enseñanza y no ya a la terapia, la socialización o el asesoramiento sobre oficios y carreras, debe dominar algo que pueda enseñar a otros”. Y así corrobora ese aserto algunos años después una figura como Margret Buchmann desde una institución homónima de la Universidad de Michigan: “Conocer algo nos permite proceder a enseñarlo; y conocer un contenido disciplinar en profundidad significa estar mentalmente organizado y bien preparado para enseñarlo de manera general. El conocimiento de contenidos disciplinares es una precondición lógica para la actividad de la enseñanza; sin él, las actividades de enseñanza, como por ejemplo hacer preguntas o planificar lecciones, están colgadas en el aire”.

¿Cómo hemos llegado a esta ridícula pero grave situación? Dejando aparte conocidas razones sociográficas derivadas de la conformación de un gremio profesional con aspiración al control unívoco de una materia definida como “ciencia de la educación”, la clave probablemente está en la difusión de unas filosofías y antropologías psico-pedagógicas de perfiles muy pragmatistas y formalistas que han llegado a ser hegemónicas en el campo de la Pedagogía y la Didáctica (y en los planes de estudio del magisterio español, de paso). Ya en los años sesenta del siglo XX, cuando esta deriva comenzaba a extenderse por los Estados Unidos, Hannah Arendt lanzó una llamada de alerta con su habitual perspicacia: “Bajo la influencia de la psicología moderna y de los dogmas del pragmatismo, la pedagogía se desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal manera que llegó a emanciparse por completo de la materia concreta que se va a transmitir”. Una década después, era el pedagogo canadiense Lucien Morin el que advertía contra los desvaríos de unos “charlatanes de la nueva pedagogía” que querían hacer tabula rasa de todas las experiencias docentes previas en aras de una modernidad mal entendida. Sus palabras son particularmente actuales a la vista del caso madrileño: “Todos afirman que gracias a las ciencias de la educación serán más respetadas las exigencias intelectuales y, sin embargo, lo que está ocurriendo en todas partes es exactamente lo contrario”.

Ciertamente, no cabe duda de que las perspectivas psicopedagócias mencionadas adolecen de sustancialismo formalista metafísico (“se puede enseñar de todo a todos al margen de los contenidos enseñables”), carecen de fundamento racional lógico (el mantra de “aprender a aprender” es un sintagma de estructura tautológica de identidad reduplicativa que nada añade al núcleo de identidad por ser circular y autorreferencial: aprender a aprender sólo quiere decir “aprender”) y resultan dañinas pragmáticamente en el plano docente (¿qué ganamos con llamar “segmento de ocio” al recreo, “permanencia de ciclo” a la repetición de curso o “diseño curricular básico” a la elaboración del programa de estudios?).


Vicens decía lo mismo



En esos planteamientos late el presupuesto falso de que en la enseñanza y el aprendizaje, como actividades humanas regladas para la transmisión y adquisición de conocimientos positivos y habilidades pragmáticas, cabe diferenciar y analizar como distintos y autónomos a la forma y a la materia, al continente y al contenido, al pretendido proceso efectivo fijo y regular (la razón que sobrevuela) y a sus supuestos componentes ocasionales y aleatorios (la empiria que es estructurada). Sólo desde este punto de mira la Pedagogía y la Didáctica serían así verdaderas “ciencias” soberanamente autónomas que mostrarían y desvelarían el proceso formal, racional y continente de la “educación, la enseñanza y el aprendizaje”, con independencia de lo que pudiera ser la materia prima, el contenido disciplinar, el campo empírico y semántico referencial, de esas actividades.

Pero ésa es una pretensión falaz y su resultado un desastre cultural sin paliativos en el horizonte. ¿Por qué? Porque, en sentido estricto histórico, no es posible aprender a enseñar, como tampoco a pensar, sin que esos verbos transitivos tengan un complemento predicativo inherente e inexcusable que defina y aclare su sentido: ¿Enseñar qué? ¿Pensar en qué? ¿Cabe pensar en un joven que piense sin que añadamos sobre qué está pensando: el próximo examen a preparar, su futuro profesional, la situación familiar, la angustia de la soledad, la dicha de ser amado, el presentimiento de la mortalidad, la compleja entidad del pensamiento reflexivo? ¿Acaso puede ser lo mismo enseñar a leer a un niño, que a operar con elementos químicos a un bachiller, que a conducir un coche a un joven, que a traducir textos del latín a un neófito interesado pero adulto, que a identificar las estructuras estelares a través de un telescopio de nueva gran potencia a un astrónomo en formación postdoctoral? Y por eso mismo, con independencia del interés, aplicabilidad y eficacia potencial (indudable, a nuestro juicio) de los saberes pedagógicos y didácticos, el acto educativo y la labor de enseñar y de aprender siempre será una materia informada (es decir: la única posible, puesto que la materia informe es incognoscible o es la nada absoluta o la estéril totalidad indiferenciada) y siempre un continente contendrá algún contenido (porque de lo contrario no sería tal, aunque dicho contenido fuera en su límite como un conjunto vacío, un sistema de partes ausentes o simplemente un valor cero).

En resumidas cuentas, todo maestro y profesor y todo alumno y estudiante que aspire a ser maestro/profesor (siempre de algo: desde la especialidad de formación para pedagogo y educador infantil a la de instructor de vuelo aeronáutico o experto latinista; no hay profesor “de todo y para todo” ni educación “en todo y de todo”) debe conocer los fundamentos básicos de sus disciplinas y algunos más específicos del saber acumulado por las investigaciones pedagógicas y las experiencias didácticas. Pero también debe desconfiar, rebatir, ponerse en guardia y mantener a raya la verborrea pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia holística de la educación formal, inmaterial e incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos. Y es preciso y urgente que esta evidencia penetre en las aulas de las Facultades de Formación del Profesorado. Por mera razón de supervivencia propia y autoestima profesional.

Enrique Moradiellos
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura