jueves, 7 de diciembre de 2023

CAMBIO DE DIRECCIÓN DEL BLOG DE JOAQUIM PRATS

  

 EL BLOG, LECCIONES PARA NO SALIR DE DUDAS SE TRASLADA, CON TODOS SUS ARTÍCULOS, A LA WEB HISTODIDACTICA.


LAS NUEVA DIRECCIÓN PARA ESTE BLOG ES:

 https://www.histodidactica.com/blog/



martes, 6 de septiembre de 2022

ENSEÑANZA DE UNA HISTORIA CIENTÍFICA PARA UNA EDUCACIÓN DE CALIDAD



 ENSEÑANZA DE UNA HISTORIA CIENTÍFICA PARA UNA EDUCACIÓN DE CALIDAD

Joaquín Prats (Universidad de Barcelona) Rosa Alabrús (Universidad Abad Oliva) Roberto Fernández (Universidad de Lleida)Ricardo García Cárcel (universidad Autónoma de Barcelona). 

EN:  Cosme Gómez, Xose Souto y Pedro Miralles. Enseñanza de las ciencias sociales para una ciudadania democratica. En: Barcelona: Editorial Octaedro.  2021

La historia no es una ciencia exacta, pero sí podemos pedir una explicación. ¿Sobre qué evidencia se construye una afirmación? ¿Cuál es el razonamiento? Aprendes a cuestionar la evidencia, a razonar.

MARGARET MACMILLAN








Las intenciones de las presentes reflexiones pretenden volver a reivindicar, una vez más, el conocimiento histórico como materia educativa en la primera y segunda enseñanza. Una historia entendida en toda su plenitud y coherencia epistemológica y adaptada, según edades y niveles, a cada una de las etapas y ciclos escolares. Hemos pretendido definir cómo debería concebirse la historia en nuestra enseñanza y poner en guardia al lector de los malos usos de que es objeto en la educación escolar obligatoria y postobligatoria. Finalmente, también hemos creído oportuno enunciar algunas de sus importantes virtudes considerándolas como elementos fundamentales para la formación de una ciudadanía crítica y consciente de la realidad social.


En breve añadiremos enlace del texto completo del artículo

sábado, 4 de junio de 2022

¡NO DISPAREN CONTRA LA UNIVERSIDAD!



No a la ofensiva neoliberal contra nuestra Universidad,  que ya dura años

El principal obstáculo para conseguir que la universidad siga siendo un centro creación de conocimiento y de formación integral son los gobernantes que defienden el patrón neoliberal pretendidamente modernizador.





Desde hace algún tiempo son frecuentes las críticas a las universidades públicas. Los argumentos hacen referencia a la ineficiencia del sistema, a la poca ligazón de la investigación con las empresas, al sistema de gobierno democrático que califican de ineficaz y, por último, a considerar la universidad como una fábrica de parados. La mayor parte de las veces estas críticas coinciden con la aparición de determinados rankings mundiales de las universidades. Los periódicos ofrecen titulares con valoraciones casi siempre negativas ya que sólo tienen en cuenta la posición de los centros superiores en estas particulares “ligas”.


Los articulistas críticos suelen ser profesores que han sido “liberados” de su trabajo y deambulan por centros de investigación, casi siempre poco rentables en papers si los comparamos con los departamentos universitarios, donde los investigadores compaginan investigación y docencia. También encontramos profesionales de la tertulia radiofónica o televisiva que, en sus profesiones empresariales o políticas suelen ser un auténtico desastre, pero que pontifican con aparente rotundidad sobre los males de nuestra educación. Y, por último, algunos de los profesionales de la calidad que creen saber algo simplemente por utilizar, con poca profundidad, expresiones como “evaluación y eficiencia”, “control de calidad”, “excelencia”,  estudiantes como «consumidores», el concepto de medición de un «producto con valor añadido» etc. dando a entender que hablar con estos conceptos suponía modernidad y cambio.

Si utilizamos indicadores estandarizados, el diagnostico no concuerda con las valoraciones de estos cómplices, quizá inconscientes, del derribo de la universidad pública. Sobre la inserción laboral de los graduados ya publique un artículo en el que, con datos y no con percepciones, se demostraba la alta empleabilidad relativa de los que acababan sus estudios  en la Universidad (Vid. “La Universidad no es una fábrica de parados”. ESCUELA núm. 3916)

Respecto los cambios que ha experimentado el sistema universitario puede decirse sin exageración, que es uno de los ejemplos de éxito de un rápido crecimiento y desarrollo sin traumas. En treinta años ha pasado a atender un sector minoritario de la población, con una raquítica estructura investigadora y con un profesorado escaso, a un sistema  que, pese a sus deficiencias, se puede considerar homologable al resto de los países europeos. En tres décadas se ha  más que duplicado el número de universidades (de 33 a 70) y de estudiantes (de 645.000 a 1.400.000), y ello sin graves distorsiones. Actualmente, la tasa de entrada de jóvenes a los 18 años es del 46%, menos que la media de los países de la OCDE, pero ya una cifra aceptable.

La universidad española tiene un grado elevado de eficiencia. Como demuestra el rector F.X.Grau (URV), la formación de un estudiante universitario cuesta al erario público mucho menos que lo que se invierte en países vecinos. Pese a que la inversión pública está a la cola de los países de la UE-15, el nivel de productividad científica, las tasas de graduación y la calidad de la formación son satisfactorias.

En relación a la investigación, España está en el noveno lugar del mundo produciendo el 3% de los resultados, con un nivel de impacto superior en un 16% a la media mundial. De ésta producción, más de un 74% se realiza en la universidad. Pese a la escasa inversión pública y la todavía menor inversión privada, el nivel de captación de recursos en contratos y en convocatorias competitivas es muy destacado.

Podría seguir enumerando elementos que describen el sistema universitario y también un listando deficiencias, insatisfacciones y problemas, que los hay. Podría enumerar un buen número de aspectos a mejorar, tanto en la estructura organizativa, como en la ordenación académica o en utilización de recursos humanos. Pero nunca incurriría en la invalidación global y maximalista como las que leo y escucho en algunas de las burdas e interesadas críticas habituales, que se basan casi exclusivamente en una lectura superficial de los rankings. Es positivo comparar las instituciones, pero sería muy aconsejable hacerlo considerando los factores internos y contextuales. El sistema está cambiando y tiene retos que alcanzar, pero nunca tuvimos algo mejor que augure, con la ayuda de las administraciones, un futuro tan prometedor.


El principal obstáculo para conseguir que la universidad siga siendo un centro creación de conocimiento y de formación integral no es modelo actual de nuestra Educación Superior, con todos sus graves defectos. El principal obstáculo son los gobernantes que defienden el patrón neoliberal pretendidamente modernizador, tan hegemónico en la actualidad. Esta “nueva” visión del sistema universitario intenta aniquilar el modelo científico-humanista y  suprimir la necesaria autonomía relativa de la universidad en el sistema social. Un patrón mercantilizado en el que solamente cobra valor el saber que el mercado considera rentable (con la miopía e inmediatez que caracteriza a los mercados).  Ellos, con sus políticas, están poniendo en peligro una institución que está en un buen camino para conseguir excelentes resultados en producción científica, en formación y en mejora cultural. ¡Por favor, dejen ya de disparar contra la universidad (pública)!.



Joaquín Prats


miércoles, 1 de junio de 2022

MARIO BUNGE, EL SABIO MODERNO



MARIO BUNGE, EL SABIO MODERNO


Joaquim Prats (Catedrático de la Universidad de Barcelona)

“El sabio moderno, a diferencia del antiguo, 
no es tanto un acumulador de conocimientos
 como un generador de problemas” (Mario Bunge)

Mario Bunge falleció en Montreal el martes 25 de febrero a la edad de 100 años. Hace poco tiempo, este importante físico, filósofo, epistemólogo y escritor respondió con humor cuando se le preguntó por el secreto de su longevidad: “La receta es mantener ágil el cerebro. Si uno deja de aprender, el cerebro deja de funcionar. También es importante no fumar, no beber alcohol, no hacer demasiado deporte y no leer a los postmodernos”.




Como se deduce de su respuesta, Bunge fue totalmente enemigo de lo que consideraba el gran obstáculo para la creación de conocimiento: el pensamiento postmoderno. No era el primero en denunciar el desmantelamiento de las ciencias sociales y los desatinos y logomaquias de muchos gurús del postmodernismo. Se alineaba en esta posición con otros críticos como Noam Chomsky, Eric Hobsbawm, George Steiner, Umberto Eco y, sobre todo, con Alan Sokal físico que se alarmaba ante la “difusión de las teorías postmodernas que, aunque no influirían para nada en las ciencias naturales, ya que nunca les harán caso, si en las ciencias sociales”. ¡Y así fue!  

Muchas disciplinas sociales que se estaban construyendo sufrieron los embates de los corifeos de Lacan, Braudrilland, Kristeva, Feyerabend, con su anarquismo epistemológico, y otros. En muchos ámbitos postmodernos se daba por supuesto que las teorías científicas eran meros mitos o narraciones, y que los debates científicos se resolvían mediante la retórica y la formación de coaliciones, siendo la verdad sinónimo de “acuerdo intersubjetivo". Estos autores, con su “pedante artificiosidad” y el deliberado abandono de la ciencia social como “conocimiento” objetivo, fueron el blanco de Bunge que se convirtió en un ariete contra esas formas de entender la ciencia.

Mario Bunge ha sido el gran adalid, casi combatiente, en pro de la defensa de la posibilidad de un conocimiento objetivo en las ciencias que estudian la sociedad. Su principal argumento es muy claro:  el calificativo de científico de un determinado conocimiento no viene dado por la exactitud e inapelabilidad del resultado conseguido en un proceso de investigación. Su condición de científico se deriva del tipo de camino que se ha trazado para conseguirlo, es decir, por la aplicación de un proceso heurístico que esté universalmente aceptado como el hegemónico. Con esta definición general del conocimiento científico es totalmente defendible que las investigaciones sobre la sociedad atesoren la condición de científicas.




A partir de esta idea repartió ácidas críticas, en ocasiones auténticos mandobles, a lo que denominaba en su argot argentino, “macanas”, es decir, disparates, tonterías y mentiras. En el libro: “Las Pseudociencias ¡Vaya Timo!” (2014) lo deja claro: La superstición, la pseudociencia y la anticiencia, señala Bunge, no son basura que pueda ser reciclada: se trata de virus intelectuales que pueden atacar a cualquiera hasta el extremo de hacer enfermar toda una cultura. ¿Cuáles eran las formas contemporáneas de superstición?: “Unas pertenecen al oscurantismo tradicional: fundamentalismo religioso, ciencias ocultas, homeopatía, psicoanálisis (el “psicomacaneo” como él lo define)., etc. Otras al “oscurantismo postmoderno: “pensamiento débil”, retorismo, construccionismo, existencialismo, y la filosofía femenina que considera la ciencia, y en general la racionalidad y la objetividad, como “falocéntricas”. Con estas frases se expresaba Bunge en su lección como doctor Honoris Causa en Salamanca, una de las veinte universidades que lo habían investido con este honor.

Bunge no hacía solo aceradas críticas a los que consideraba responsables de propagar los “virus intelectuales”. Gran parte de sus escritos hacían propuestas positivas y concretas de cómo mejorar la sociedad a través de la promoción de la ciencia. En “Cómo criar y cómo matar la gallina de los huevos de oro” desgrana con ironía los conceptos de excelencia y relevancia de la ciencia para preguntarse, finalmente, cuál es el objeto de la política científica. En este famoso discurso y otros escritos defiende que la solución al atraso de América Latina es la apuesta por la educación y por la investigación.  Para ello, los gobiernos deben fomentar la ciencia básica para alimentar la técnica, invertir más en la investigación y desarrollo, promover la enseñanza a estudiantes de forma gratuita, y que las universidades se preocupen más por el conocimiento y menos por el dinero.

Expresa Bunge con estas ideas su histórica preocupación por la política y el bien común, ligada siempre a su ideal educativo. En su juventud, Mario Bunge, muy posiblemente influido por la figura y la acción política y social de su padre, un congresista de ideas socialistas, escribió una obra titulada “Temas de Educación Popular” (1943) auténtico plan de acción para la creación de escuelas para la formación de obreros y clases populares en general. En su Argentina natal propone una línea de educación técnica diseñando un modelo de centro con todo lujo de detalles. Esta obra predice una posición que se mantendrá a lo largo de los años en las que puede deducirse un modelo de educación no elitista, eficiente y ligado a las necesidades sociales que lo enmarcan.  

Cuando publicó su libro “Filosofía y Política solidaridad, cooperación y democracia integral” (2009), aportó una serie de conocimientos académicos, tanto de filosofía de la ciencia, como de su trayectoria personal. Crecer en Argentina "fue una buena experiencia", cuenta Bunge. "Fui puesto en la cárcel dos veces, no tuve documentos de identidad durante 20 años, (…) en realidad he estado escribiendo este libro toda mi vida”. Aunque para Bunge la política no es una ciencia sino una actividad, valoraba la acción política como un elemento decisivo en el ámbito del progreso llevado de la mano de la ciencia y la cultura.

Un tercer aspecto a destacar es su altura como filósofo de la ciencia, como epistemólogo y como metodólogo. Sus diferencias con Popper, Hayek y, sobre todo, con Kunh lo sitúan en un lugar destacado en el debate sobre la ciencia en la segunda mitad del siglo XX. De sus más de 400 artículos y cincuenta libros hay uno que debe ser citado por ser un clásico en la formación de investigadores, sobre todo de las ciencias sociales. Se trata de “La investigación científica, su estrategia y su filosofía” obra publicada en 1969 que tradujo de manera magistral Manuel Sacristán. “La investigación…” sigue siendo, tras innumerables ediciones, una obra de referencia. 

La idea fundamental que subyace es la descripción del método científico, que no debe considerarse como una lista de recetas para dar con las respuestas correctas a las preguntas científicas, sino el conjunto de procedimientos por los cuales se plantean los problemas científicos y se ponen a prueba las hipótesis.





Mario Augusto Bunge ha sido, posiblemente, uno de los filósofos de la ciencia más importantes del siglo XX. Podría definirse como un materialista, un realista, un sistemista y, sobre todo, como un cientificista. “La acusación de cientificista me enorgullece, dice Bunge. El cientificista es un tipo que sostiene que todo lo cognoscible se puede conocer mejor utilizando el método científico en lugar de la improvisación o de la especulación desenfrenada”.

Es una suerte que lo estafaran cinco veces cuando intentó comprar, en otras tantas ocasiones, unas propiedades (“estancias”) en la Pampa argentina. Como dijo en la UBA durante el acto de presentación de su libro autobiográfico: “Entre dos mundos” (2014), “se perdió un estanciero más y  me tuve que dedicar a la física teórica”. ¡Menuda suerte tuvimos!

Publicado en: LETRA GLOBAL. 1 de Marzo 2020.

Web artículo publicado: https://cronicaglobal.elespanol.com/letra-global/cronicas/mario-bunge-sabio-moderno_322889_102.html



miércoles, 22 de diciembre de 2021

LA IZQUIERDA Y LA POLÍTICA DE LA IDENTIDAD


 

LA IZQUIERDA Y LA POLÍTICA DE LA IDENTIDAD

Eric Hobsbawm

Un documento clarividente  de especial interés para entender el mundo actual

Texto de la Barry Amiel and Norman Melburn Trust Lecture, pronunciada en el Institute of Education de Londres el 2 de mayo de 1996.



"Mi conferencia trata de un tema sorprendentemente nuevo1 . Estamos tan acostumbrados a términos como «identidad colectiva», «grupos de identidad», «política de la identidad», o, inclusive, «etnicidad», que cuesta recordar que sólo en fecha reciente empezaron a formar parte del vocabulario o jerga actual del discurso político. Por ejemplo, si consultáramos la Encyclopedia of the Social Sciences internacional, publicada en 1968 –es decir, escrita a mediados de la década de 1960–, no encontraríamos ninguna entrada para el término identidad, salvo una que trata de la identidad psicosocial, redactada por Erik Erikson, preocupado principalmente por temas tales como la llamada «crisis de identidad» que sufren los adolescentes cuando intentan descubrir lo que son, y un fragmento general sobre la identificación de los votantes..."

Seguir leyendo  en un archivo pdf 



lunes, 1 de noviembre de 2021

DEFENDAMOS LA HISTORIA EN EL SISTEMA EDUCATIVO

 

DEFENDAMOS LA HISTORIA EN EL SISTEMA EDUCATIVO

Debemos salir al paso de la oleada conservadora, apoyada por algunos ingenuos postmodernistas del ámbito educativo, de retirar la historia de los currículos escolares.  Ha sido así en los últimos años y continúa siendo. Las causas de esta tendencia son variadas: una de ellas es el declive general de las humanidades en todos los niveles de la enseñanza, auspiciada por las organizaciones económicas internacionales y por los gobernantes que buscan resultados más ligados a las llamadas competencias y a la utilidad práctica de los aprendizajes. Otra, más interna a la educación, es el trasladar a la escuela las insatisfacciones y los problemas que la sociedad no sabe solucionar.





Frente a estas tendencias, es posible afirmar que la Historia, en su máxima integridad epistemológica, tiene un alto poder formativo. No enseña cuáles son las causas de los problemas actuales, pero muestra el funcionamiento de la sociedad en el pasado y es un inmejorable laboratorio de análisis social. A principios del siglo XXI, la historia es una disciplina multidimensional, la ciencia que analiza mejor la complejidad social. Su valor formativo radica en sus posibilidades en el proceso de enseñanza-aprendizaje, ya que ayuda a una mejor comprensión del presente, contribuye a desarrollar las facultades intelectuales, enriquece otros temas del currículum y estimula las aficiones hacia el disfrute de la cultura y el patrimonio. Todo ello potenciando al máximo la sensibilidad hacia los temas sociales y formando a personas con criterio para participar, de manera ejemplar, en una sociedad democrática.


La visión que debe trasladarse a los escolares es que la Historia no es una verdad acabada o una serie de datos que tienen que aprender de memoria. Es imprescindible que se enseñe incorporando toda su coherencia metodológica interna, de tal forma que ofrezcan las claves para acercarse a su estructura como conocimiento científico del pasado. El alumnado deberá descubrir que el conocimiento histórico está sometido al sentido crítico y a la racionalidad como cualquier otra ciencia. En este sentido constituye un medio válido para aprender a realizar análisis sociales que integren muchas de las dimensiones epistemológicas procedentes de otras ciencias, lo que permite a la vez, estructurarlas con rigor.



Pero hay que recordar que no es posible llegar a desarrollar todo el poder educativo e instructivo de la Historia sin una clara potenciación de la innovación y la investigación en nuevos métodos didácticos, camino imprescindible para acercarla a los estudiantes de todas las edades. También es necesario actualizar sus contenidos para que las nuevas corrientes de la investigación histórica se incorporen progresivamente a los programas escolares, propiciando un debate historiográfico y didáctico constante.

 Defiendo, por todo ello, que la historia sea una materia que ocupe un lugar importante en el currículo educativo, desde el inicio de la educación primaria, hasta la universidad.

Joaquín Prats


Escrito para el Simposio que se celebrará en la  UFP de Curitiba, Brasil, en marzo de 2021


miércoles, 14 de julio de 2021

MEMORIA HISTÓRICA Y ENSEÑANZA DE LA HISTORIA

 HEMOS PUBLICADO UN NUEVO LIBRO


MEMORIA HISTÓRICA Y ENSEÑANZA DE LA HISTORIA

Isidora Sáez-Rosenkranz y Joaquín Prats Cuevas (eds.)

 




SUMARIO

Primera parte
Memoria histórica y enseñanza de la Historia  Joaquín Prats (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Estudios de memoria y la educación histórica. Una llamada al intercambio fructífero de la 
investigación a favor de nuevas prácticas educativas  Steffen Sammler (Georg Eckert Institut)

Construyendo un compromiso democrático: memoria histórica, patrimonio
y educación ciudadana  Jesús Estepa-Giménez y Emilio José Delgado-Algarra (Universidad de Huelva)

Repensar la didáctica de la historia desde la memoria  Ilaria Bellatti e Isidora Sáez-Rosenkranz  (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Materialidades para la enseñanza de la memoria: currículo y libros de texto  Isidora Sáez-Rosenkranz, Judit Sabido-Codina y Elvira Barriga-Ubed
(Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Segunda parte

La Didáctica de la Memoria Histórica en los centros escolares: pautas recomendadas y ejemplos para 
la educación primaria y secundaria  Elvira Barriga-Ubed y Judit Sabido-Codina
(Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Los medios audiovisuales, memoria histórica y recursos didácticos para
la enseñanza: Raza (1942), La escopeta nacional (1978) y Cartasvivas (2019).
Sergio Villanueva Baselga y Lydia Sánchez Gómez (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Propuesta didáctica para trabajar los derechos humanos en tercer ciclo de
la educación primaria: Luces, cámara y acción. 
Clara de las Heras Camino e Ilaria Bellatti (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

De la historia a la memoria. Secuencia didáctica para la educación secundaria  Gerard Cantoni i Gómez (Profesor de educación secundaria) Isidora Sáez-Rosenkranz (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

Mujeres, pasado y escenarios del tiempo: la didáctica del patrimonio y
la recuperación de la memoria histórica en la educación secundaria.  Lorena Maeso Blanco y Tània Martínez-Gil (Universidad de Barcelona-Grupo dhigecs)

lunes, 3 de mayo de 2021

Historia y mito. Sobre la cientificidad de la historia

Historia y mito

Son dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. La primera se basa en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional; el segundo quiere dar lecciones morales


Por: José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid
Publicado en EL PAÍS 




Continúa la batalla por la historia. Y continuará, porque, como ha escrito Richard Rorty, la lucha por el relato del pasado es la lucha por el liderazgo político. Me atrevería a matizarlo: es la lucha por la legitimidad, tanto de líderes como de instituciones. Cuando la Biblia narra la creación del hombre en primer lugar y de la mujer a partir de la extracción de una costilla suya —porque “no es bueno que el hombre esté solo”—, está legitimando la postergación y sumisión del género femenino; como cuando relata el pecado original está justificando la obligación de trabajar
H
Me objetarán: pero la Biblia no es un libro de historia; es una narración legendaria, es puro mito; son hechos que no están avalados por evidencia alguna; aceptarlos o no es un acto de fe. De acuerdo. Pero es que el mito, no lo olvidemos, fue el origen de la historia y ha seguido estando íntimamente unido a ella hasta hoy mismo —y en dosis nada despreciables—.

Llamamos mito a un relato fundacional (M. Eliade), que describe “la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo memorable y lejano” (García Gual). El mito versa sobre las hazañas y penalidades de unos héroes y mártires que son los padres de nuestro linaje. Su conducta encarna los valores que deben regir de manera imperecedera nuestra comunidad. No es historia, claro, porque no se basa en hechos documentados. Pero de ningún modo es un mero relato de ficción, al servicio del entretenimiento, pese a que su belleza formal también pueda hacerle cumplir esa función. Responde, por el contrario, a una pregunta existencial (Lévi-Strauss): narra la creación del mundo, el origen de la vida o la explicación de la muerte. Está basado en oposiciones binarias: bien/mal, dioses/hombres, vida/muerte. Expresa deseos —que el héroe intenta llevar a la práctica—, perversiones y temores —encarnados en monstruos—, e intenta reconciliar esos polos opuestos para paliar nuestra angustia. El mito es, en términos del psicólogo Rollo May, un “asidero existencial”, algo que explica el sentido de la vida y de la muerte. No es, en modo alguno, inocuo. Está cargado de símbolos, de palabras y acciones llenas de significado. Y tiene gran interés, como cualquier antropólogo sabe, para entender las sociedades humanas.
La Historia —con mayúscula, es decir, como rama del conocimiento, no como mera sucesión de hechos— es un género radicalmente diferente. Porque es un saber sobre el pasado; quiere estar regida por la objetividad, alcanzar el status de ciencia, como otros campos del conocimiento humano. Nunca será una ciencia dura, desde luego, comparable a la Biología o a la Química, ni tendrá el rigor lógico de las Matemáticas; ante todo, porque se basa en datos interpretables, de origen subjetivo normalmente; pero, además, porque en su confección misma tiene mucho de narrativa, de artificio literario (Hayden White). Quiere ser, sin embargo, una narrativa veraz, basada en pruebas documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional. No es pura literatura de ficción (pese a los intentos de S. Schama).
El mito, en cambio, no busca, ni aparenta buscar, un conocimiento contrastado de los hechos pretéritos. Su objetivo es dar lecciones morales, ser vehículo portador de los valores que vertebran la comunidad. Desde el punto de vista político, su importancia se deriva, por tanto, de que crea identidad, de que proporciona autoestima. Los individuos que sufren una amnesia total carecen de identidad. Y las comunidades humanas, cuando aceptan o interiorizan un relato sobre su pasado común —un relato cargado de símbolos, como el mito—, construyen a partir de él todo un marco referencial, al que se llama cultura, en el que consiste su identidad colectiva y que proporciona estabilidad y seguridad a sus miembros.

Historia y mito son, por tanto, dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. Y, sin embargo, pese a ello, hay que reconocer, para empezar, que la historia tuvo su origen en el mito; y que, además, tampoco puede evitar desempeñar la función de crear identidad y proporcionar autoestima. Porque, al relatar nuestro pasado, legitima ciertas propuestas políticas, bien como retorno a situaciones pretéritas idealizadas o como derecho a alcanzar antiguas promesas.
En el mundo contemporáneo, el posterior a las revoluciones liberal-democráticas, el sujeto de la soberanía por excelencia ha sido la nación. Consecuentemente, los libros de Historia se han reorientado para hacerlos girar en torno al sujeto nacional. Porque los Estados hoy existentes se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal y, para legitimarse, proyectan hacia atrás la existencia de aquella mucho más de lo que una mente crítica aceptaría. En el caso español, en los manuales escolares de Historia que se usaban cuando la gente de mi edad éramos niños enseñaban que Viriato había luchado por la “independencia de España” frente a las legiones romanas, en el siglo II antes de Cristo, o que, por esa misma causa y en época cercana, los habitantes de Sagunto y Numancia habían preferido suicidarse colectivamente a rendirse, ante la aplastante superioridad de los sitiadores cartagineses o romanos, los cuales, al entrar, solo encontraron cadáveres y cenizas. No importaba que Sagunto fuera una colonia griega ni que ninguna fuente histórica directa testimonie la muerte de todos sus habitantes; Tito Livio, al revés, consigna que Aníbal tomó la ciudad al asalto y Polibio dice que consiguió en ella “un gran botín de dinero, esclavos y riquezas”. En cuanto a los numantinos, resistieron, según Estrabón, heroicamente, “a excepción de unos pocos que, no pudiendo más, entregaron la muralla al enemigo”. Tampoco suele dedicarse un instante a reflexionar sobre si Viriato, “pastor lusitano”, podría comprender el significado del concepto de “independencia”, ni aun el de la palabra “España”, porque, en sus montañas de la hoy frontera portuguesa, difícilmente habría visto un mapa global ni tenido idea de que vivía en una península.



El historiador nacionalista —dan ganas de poner comillas al primero de estos dos términos— deja de lado todos esos datos porque lo único que le importa es demostrar la existencia de un “carácter español”, marcado por un valor indomable y una invencibilidad derivada de su predisposición a morir antes que rendirse, persistente a lo largo de milenios. Y digo bien milenios, porque el salto habitual, desde Numancia y Sagunto, suele darse hasta Zaragoza y Gerona frente a las tropas napoleónicas; y vade retro a aquel que se atreva a objetar, por ejemplo, que todo el territorio “español” —godo— se abrió sin ofrecer una resistencia digna de mención ante los musulmanes, tras una única batalla junto al Estrecho. Al historiador nacionalista le importa, en definitiva, dejar sentado, por usar términos que gustan al actual presidente del Gobierno, que España es “la nación más antigua de Europa”; o del mundo.



Como la imaginación de la que estamos dotados los humanos es, desgraciadamente, bastante limitada (pobres de nosotros de haberse hecho realidad aquello de “la imaginación al poder”), los topoi mitológicos son relativamente pocos; y se repiten. Volviendo a Sagunto y Numancia, hay que recordar que el caso canónico, mucho más conocido que el español, sobre una ciudad sitiada que decide inmolarse ante el imparable ataque enemigo, es el de la fortaleza judía de Masada, cuyos defensores se dieron muerte antes que rendirse a los romanos. El relato de Josefo, única fuente directa sobre el tema, menciona, de todos modos, algunas excepciones a aquel suicidio colectivo; y la evidencia arqueológica no ha aportado prueba alguna de la hecatombe. Pero no terminan aquí las imitaciones. Dos Historias de Galicia de mediados del XIX, las de José Verea y Aguiar y Benito Vicetto, incluyeron el episodio del Monte Medulio, donde los celta-galaicos, tras resistir heroicamente frente a la abrumadora superioridad romana, acabaron entregándose también a la orgía suicida. Eran los mártires que el galleguismo necesitaba en su despertar nacionalista.
Pero las otras versiones ibéricas de la mitología nacionalista que se disfraza de historia, tantas veces mimetizadas de la españolista, pueden dejarse para otra ocasión.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de España (Pons/Crítica).



sábado, 1 de mayo de 2021

PRIMERO APRENDE Y SÓLO DESPUÉS ENSEÑA



PRIMERO APRENDE Y SÓLO DESPUÉS ENSEÑA

E. Moradiellos El País, 22 marxo 2013


El informe de los inspectores educativos de la Comunidad de Madrid sobre el desastroso nivel de conocimientos culturales positivos de los licenciados en Magisterio ha sacado a la luz un “secreto” bien conocido en las aulas universitarias españolas en general y en las de las Facultades de Formación del Profesorado en particular. Y los que hemos tenido contacto con ese problema de manera directa y fehaciente podemos dar fe de ello por experiencia propia.



Lo más preocupante de algunas reacciones al informe por parte de los afectados es la negativa a contemplar el núcleo del problema: que la formación universitaria recibida ha descuidado gravemente los fundamentos disciplinares (el conocimiento derivado del cultivo de las disciplinas científico-humanísticas: historia, matemáticas, literatura, biología…) en beneficio del saber formal y procedimental de las “ciencias de la educación” (teorías psicopedagógicas, doctrinas didácticas, praxologías docentes…). Tal es el caso de la reacción de la alumna mencionada en el artículo de este mismo diario (“Un fallo docente desde la base”, 14 de marzo de 2013) que desconocía la ubicación de los ríos Ebro, Duero y Guadalquivir: “A mí no me tendrían que preguntar los ríos de España, es mucho más importante que evalúen mi capacidad para enseñárselos a un niño ciego”.

Se trata de una respuesta asombrosa e inquietante por su patente desafío a toda lógica intelectual humana (¿cómo enseñar algo a un alumno ciego si no se sabe hacerlo a uno vidente?) y también al principio básico de la pedagogía más clásica y ya casi bimilenaria: Primum discere, deinde docere (primero aprende y sólo después enseña). Un principio, por cierto, remarcado una y otra vez por los mejores pedagogos y psicólogos de la educación que han abordado el problema. Así, por ejemplo, se expresaba Richard S. Peters, famoso director del Institute of Education de la Universidad de Londres, allá por 1977: “Si hay algo que debe considerarse como una preparación específica para la enseñanza, la prioridad debe darse al conocimiento exhaustivo de algo que enseñar. Un profesor, en la medida en que está vinculado a la enseñanza y no ya a la terapia, la socialización o el asesoramiento sobre oficios y carreras, debe dominar algo que pueda enseñar a otros”. Y así corrobora ese aserto algunos años después una figura como Margret Buchmann desde una institución homónima de la Universidad de Michigan: “Conocer algo nos permite proceder a enseñarlo; y conocer un contenido disciplinar en profundidad significa estar mentalmente organizado y bien preparado para enseñarlo de manera general. El conocimiento de contenidos disciplinares es una precondición lógica para la actividad de la enseñanza; sin él, las actividades de enseñanza, como por ejemplo hacer preguntas o planificar lecciones, están colgadas en el aire”.

¿Cómo hemos llegado a esta ridícula pero grave situación? Dejando aparte conocidas razones sociográficas derivadas de la conformación de un gremio profesional con aspiración al control unívoco de una materia definida como “ciencia de la educación”, la clave probablemente está en la difusión de unas filosofías y antropologías psico-pedagógicas de perfiles muy pragmatistas y formalistas que han llegado a ser hegemónicas en el campo de la Pedagogía y la Didáctica (y en los planes de estudio del magisterio español, de paso). Ya en los años sesenta del siglo XX, cuando esta deriva comenzaba a extenderse por los Estados Unidos, Hannah Arendt lanzó una llamada de alerta con su habitual perspicacia: “Bajo la influencia de la psicología moderna y de los dogmas del pragmatismo, la pedagogía se desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal manera que llegó a emanciparse por completo de la materia concreta que se va a transmitir”. Una década después, era el pedagogo canadiense Lucien Morin el que advertía contra los desvaríos de unos “charlatanes de la nueva pedagogía” que querían hacer tabula rasa de todas las experiencias docentes previas en aras de una modernidad mal entendida. Sus palabras son particularmente actuales a la vista del caso madrileño: “Todos afirman que gracias a las ciencias de la educación serán más respetadas las exigencias intelectuales y, sin embargo, lo que está ocurriendo en todas partes es exactamente lo contrario”.

Ciertamente, no cabe duda de que las perspectivas psicopedagócias mencionadas adolecen de sustancialismo formalista metafísico (“se puede enseñar de todo a todos al margen de los contenidos enseñables”), carecen de fundamento racional lógico (el mantra de “aprender a aprender” es un sintagma de estructura tautológica de identidad reduplicativa que nada añade al núcleo de identidad por ser circular y autorreferencial: aprender a aprender sólo quiere decir “aprender”) y resultan dañinas pragmáticamente en el plano docente (¿qué ganamos con llamar “segmento de ocio” al recreo, “permanencia de ciclo” a la repetición de curso o “diseño curricular básico” a la elaboración del programa de estudios?).


Vicens decía lo mismo



En esos planteamientos late el presupuesto falso de que en la enseñanza y el aprendizaje, como actividades humanas regladas para la transmisión y adquisición de conocimientos positivos y habilidades pragmáticas, cabe diferenciar y analizar como distintos y autónomos a la forma y a la materia, al continente y al contenido, al pretendido proceso efectivo fijo y regular (la razón que sobrevuela) y a sus supuestos componentes ocasionales y aleatorios (la empiria que es estructurada). Sólo desde este punto de mira la Pedagogía y la Didáctica serían así verdaderas “ciencias” soberanamente autónomas que mostrarían y desvelarían el proceso formal, racional y continente de la “educación, la enseñanza y el aprendizaje”, con independencia de lo que pudiera ser la materia prima, el contenido disciplinar, el campo empírico y semántico referencial, de esas actividades.

Pero ésa es una pretensión falaz y su resultado un desastre cultural sin paliativos en el horizonte. ¿Por qué? Porque, en sentido estricto histórico, no es posible aprender a enseñar, como tampoco a pensar, sin que esos verbos transitivos tengan un complemento predicativo inherente e inexcusable que defina y aclare su sentido: ¿Enseñar qué? ¿Pensar en qué? ¿Cabe pensar en un joven que piense sin que añadamos sobre qué está pensando: el próximo examen a preparar, su futuro profesional, la situación familiar, la angustia de la soledad, la dicha de ser amado, el presentimiento de la mortalidad, la compleja entidad del pensamiento reflexivo? ¿Acaso puede ser lo mismo enseñar a leer a un niño, que a operar con elementos químicos a un bachiller, que a conducir un coche a un joven, que a traducir textos del latín a un neófito interesado pero adulto, que a identificar las estructuras estelares a través de un telescopio de nueva gran potencia a un astrónomo en formación postdoctoral? Y por eso mismo, con independencia del interés, aplicabilidad y eficacia potencial (indudable, a nuestro juicio) de los saberes pedagógicos y didácticos, el acto educativo y la labor de enseñar y de aprender siempre será una materia informada (es decir: la única posible, puesto que la materia informe es incognoscible o es la nada absoluta o la estéril totalidad indiferenciada) y siempre un continente contendrá algún contenido (porque de lo contrario no sería tal, aunque dicho contenido fuera en su límite como un conjunto vacío, un sistema de partes ausentes o simplemente un valor cero).

En resumidas cuentas, todo maestro y profesor y todo alumno y estudiante que aspire a ser maestro/profesor (siempre de algo: desde la especialidad de formación para pedagogo y educador infantil a la de instructor de vuelo aeronáutico o experto latinista; no hay profesor “de todo y para todo” ni educación “en todo y de todo”) debe conocer los fundamentos básicos de sus disciplinas y algunos más específicos del saber acumulado por las investigaciones pedagógicas y las experiencias didácticas. Pero también debe desconfiar, rebatir, ponerse en guardia y mantener a raya la verborrea pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia holística de la educación formal, inmaterial e incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos. Y es preciso y urgente que esta evidencia penetre en las aulas de las Facultades de Formación del Profesorado. Por mera razón de supervivencia propia y autoestima profesional.

Enrique Moradiellos
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura

martes, 20 de abril de 2021

¿Es la expresión “aprender a aprender” una tautología?



¿ES LA EXPRESIÓN “APRENDER A APRENDER” UNA TAUTOLOGÍA?

Por Enrique Moradiellos (1) 

Creo que la afirmación del profesor Marina en el sentido de que podría desear que mis alumnos “aprendan a aprender historia” es tautológica entendiendo por tal la presencia de una acción verbal reduplicada en la oración que no añade nada a su significado pleno y cabal. Y así se observa si se elimina una de las reiteraciones verbales: ¿qué nueva potencia, profundidad, fuerza o sentido tiene esa frase en comparación con la nítida, inequívoca y más breve expresión de que quiero y deseo que mis alumnos “aprendan historia” (frase que, además, cumple con el principio de economía expresiva de la navaja de Ockham). Sinceramente, no veo ni compruebo ninguna ventaja en absoluto en esa reduplicación y sólo una licencia metafórica de redundancia que podría ser interesante en un texto literario (donde cabría aludir a los ensordecedores sonidos del silencio o apelar al presuroso tiempo detenido) pero muy poco fructífera en un texto enunciativo de pretensión científica y forzadamente claro y distinto en la medida de la inteligencia humana (donde el silencio tiene entidad por ser la ausencia de sonido –base de la notación musical- y el tiempo es una magnitud física que exige secuencia y cuya medida cabe intentar de diferentes modos –como así lo hizo la mecánica física con éxito notable y todavía vivimos del descubrimiento).


Abundando en esta línea, también me atrevo a afirmar que el uso del término “aprender” en una oración de ese tipo ya conlleva implícita y explícitamente la compleja tarea intelectual y operatoria que podría tratar de esconder su reduplicación innecesaria. Trataré de explicarme para argumentar mejor esa afirmación. “Aprender” es un término del castellano (como “apprentissage” en francés, “apprendimento” en italiano, “aprendizagem” en portugués) que deriva del vocablo latino generatriz: “apprehendere”, compuesto por el prefijo “ad” (hacia) y el verbo “prehendere” (atrapar algo, asir una cosa, coger físicamente y con las manos). El aprendizaje pasó a ser así el acto humano de aprender (y comprender) en el sentido de interiorizar, asimilar o hacer propio algún tipo de saber, conocimiento, destreza o habilidad previamente no conocidos ni integrados (véase al respecto trabajos tan distintos como los de Víctor García Hoz en su “Glosario de Educación”, o de Guy Claxton, “Aprender”).

Como ya se han preocupado de señalar muchos autores clásicos (aparte de los ya citados, mucho más modernos), ese verbo “Aprender” sólo tiene sentido pleno cuando se conjuga a la par que el verbo “Enseñar” (también derivado del vocablo latino construido por el prefijo “In” más el verbo “Signare”, denotativo de la acción de “señalar hacia arriba, indicar una orientación sobre el camino a seguir”). Y ello porque ambos forman parte, como conceptos conjugados que son (similares al par anverso-reverso o padre-hijo: una faceta carece de sentido sin la otra), del núcleo de sentido del concepto categorial de la “Educación” (derivado del verbo “Ducere”: conducir hacia fuera, sacar fuera algo, extraer desde dentro). Dicho de otro modo más simple y quizá más efectivo: quien dice “Educación” con mínimo sentido preciso (y atendiendo a la historia del vocablo y de sus usos en los últimos veinte siglos) hace referencia siempre a un proceso compuesto por dos actividades separables intelectualmente pero complementarias y conexas en la realidad efectiva: la enseñanza y el aprendizaje. Donde se da la una sin la otra, habrá enseñanza o aprendizaje, pero no educación (como en los casos del autodidacta que aprende por sí mismo sin ayuda ajena o del enseñante a quien nadie atiende o comprende). El énfasis en la primera parte del proceso nos lleva a las actividades a cargo del docente, el maestro, el profesor o el instructor: un conjunto de decisiones y operaciones que se planifican y ejecutan con el fin de que ciertas personas aprendan determinadas cosas, teóricas o prácticas, promoviendo así deliberadamente la asimilación de varias formas de saberes, conocimientos, habilidades, destrezas o competencias por vías, morfologías, métodos y recursos muy variados. El énfasis en la segunda parte del proceso nos sitúa ante las actividades del discente, discípulo, alumno, estudiante o aprendiz, en el cual debe haber un cambio relativamente permanente y duradero en su situación como resultado de la comprensión, entendimiento o asimilación de los contenidos efectivos de la experiencia y vivencia de las enseñanzas recibidas, transmitidas y ejecutadas.

Desde luego, dentro del proceso educativo y de sus facetas constitutivas (enseñar y aprender), la segunda comprende, compete y afecta al enseñado, discente, aprendiz, alumno o estudiante por razón obvia y necesaria: nadie aprende nunca por otro como nadie sufre un dolor de muelas ajeno por mucho que aprecie al afectado. Y, además, hay que recordar que no hay “motivación”, ni “coacción” suficientes para lograr el aprendizaje si no se desea lograrlo por propia voluntad: “El deseo de aprender depende de la voluntad, donde no cabe la violencia” (en palabras clásicas de Quintiliano allá por el siglo I de nuestra era).

(…) En todo caso, cabe concluir que la labor de enseñanza (docente) del profesor presupone un conjunto planificado de actividades varias destinadas a lograr que los alumnos aprendan ciertos conocimientos, destrezas y habilidades (eso que trataría de cubrir malamente el sintagma “enseñar a los alumnos a aprender a aprender”); y que la labor del aprendizaje efectivo es una tarea personal del alumno (es literalmente un auto-aprendizaje en el sentido socrático más puro: ayudar a parir el saber desde dentro de su ser) mediante el cual hace suyos y asimila de modo significativo esos conocimientos, destrezas y habilidades y los incorpora a su bagaje intelectual propio, interior y personal.

Desde luego, entiendo por todo esto que “aprender” significa incorporar al acervo intelectual propio de una manera no superficial los conocimientos teóricos (saberes e información, cuando menos) y las destrezas prácticas (habilidades operatorios y competencias de capacidad efectiva, como mínimo) que se nos enseñan, con la ayuda de la progresiva maduración progresiva del utillaje mental que posibilita la comprensión lógica y fenomenológica del mundo que nos rodea y del patrimonio cultural que nos ofrece la educación como institución humana. Así lo subrayó hace ya tiempo un autor clásico de la pedagogía como es Richard S. Peters al indicar que los procesos educativos eran básicamente “procesos de aprendizaje y éste siempre abarca alguna clase de contenido que debe dominarse, comprenderse y recordarse. Este contenido, tanto si es una destreza, como si es una actitud, un aspecto del conocimiento o un principio que hay que comprender, tiene que profundizarse, tal vez en forma embrionaria, en la situación de aprendizaje”.

De ese texto parece desprenderse algo también bastante evidente: que para hablar propiamente de aprendizaje éste debe ser profundo, estratégico y significativo (“meaningful learning”, en una ya famosa fórmula inglesa), para lo cual hay que ejercitar continuadamente las labores intelectuales de memorización comprensiva de datos y fenómenos, clarificación de conceptos y léxico, formulación razonada de juicios y argumentos no contradictorios, ejercitación de tareas de comparación, contraste, cotejo, diferenciación y discriminación, capacitación para la reflexión crítica y activa fundamentada y desarrollo de estrategias propias de control del auto-aprendizaje. Y todo ello requiere esfuerzo y concentración física y mental, dedicación de tiempo y voluntad al acto de aprendizaje (lo que los clásicos llamaron “estudio”), atención a explicaciones y demostraciones del enseñante, ya sea teóricas o prácticas y, sobre todo, en sociedades ya civilizadas que han superado el estadio ágrafo, práctica regular de la lectura comprensiva de textos escritos de carácter formativo y búsqueda intencionada de nuevas fuentes de conocimiento externas al sujeto y codificadas. A todo esos procesos intelectuales y pragmáticos llamamos “aprender” y “aprendizaje” sin necesidad de reduplicar los términos para hacerlos más diáfanos porque es innecesario e inútil (a la par que nocivo).

Y por eso, a mis alumnos, cuando les pido y requiero que “aprendan historia”, no sólo les estoy pidiendo y requiriendo que conozcan o identifiquen a personajes históricos (como Ramsés el Grande o Stalin), a procesos de cambio y continuidad más o menos dilatados (la desintegración del Imperio Romano o la descolonización posterior a 1945), a eventos y acontecimientos de distinto grado e interés (desde las Cruzadas hasta el Desastre del 98), a espacios físicos donde han vivido sociedades humanas más o menos complejas (como el Creciente Fértil o la Commonwealth) o a instituciones socio-culturales o económicas-productivas que han contribuido a la supervivencia de la especie en su múltiple y variada morfología (desde la esclavitud en la Antigüedad hasta el triunfo de la revolución industrial decimonónica). Cuando les pido que “aprendan historia”, esa historia u otras historias, sin más rodeos, les estoy conminando a ejercitar esas facultades del intelecto que son la memoria, la comparación, la discriminación, la identificación y cotejo, la diferenciación y contraste, el raciocinio demostrativo, la cautela frente a la monocausalidad, la atención a la complejidad, etc., en toda su potencia y vigor, ya sea para entender quién y cómo combatió en la Primera Guerra Mundial o cómo y porqué fue destruida la democracia alemana desde dentro en 1933 y de la mano de un movimiento socio-político totalitario que decía pensar “con la sangre y el suelo” de una raza aria superlativa en vez de con el limitado intelecto humano falible y perfectible. Alcanzar ese nivel de comprensión necesariamente sería lograr ese aprendizaje significativo que no necesita de reduplicaciones para reconocerse y afirmarse, en mi humilde opinión.

1.- Fragmento de un post en Enrique Moradiellos en el Foro” Observatorio de innovación educativa”. Dirección en la que se pueden leer todas las aportaciones:

domingo, 10 de enero de 2021

Programa Estreno En Red con Joaquín Prats

 

ENRED, desde ECUADOR. 

Entrevista de Augusto Espinosa, exministro de Educación al catedrático de la Universidad de Barcelona Joaquín Prats

En Red estamos conectados con un programas de alto nivel, con contenido de calidad educativa. este programa estreno tenemos como invitados a Joaquín Prats y Elena Pazos.




 

Qué es el ATENEU UB

 

LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA HA CREADO UNA ENTIDAD QUE AGRUPARÁ A TODO SU PROFESORADO SENIOR


En este video se explica que es el ATENEU UB



lunes, 30 de noviembre de 2020

¿HA TRIUNFADO EL THATCHERISMO EN EDUCACIÓN?

 ¿Ha triunfado el Thatcherismo en educación?

 J. Prats

 Hace treinta años dejaba el cargo de primera ministra Margaret Thatcher. Sus reformas de aire neoliberal afectaron de manera importante al sistema educativo. Hoy nos podemos preguntar si ha triunfado el thatcherismo en educación,

Inglaterra ha sido uno de los países más precoces en la creación de un sistema educativo equitativo. Desde 1870, la educación pasó de estar controlada por las iglesias a serlo por el estado, en una peculiar forma de distribución de competencias: combinación de poderes de las autoridades locales y las centrales. A partir de 1944, ya universalizada la educación primaria, se generalizó progresivamente la secundaria basada en la igualdad de oportunidades. Gobiernos conservadores y laboristas participaron en este proyecto de universalización de la educación en un sistema público. Precisamente, en 1970, fue el gobierno de E. Heath, del que era ministra de educación Margaret Thatcher, el que amplió la edad de escolarización obligatoria y gratuita hasta los 16 años.

 


En 1976 se dio el último paso con un plan de unificación de la educación secundaria en una sola modalidad, la Comprehensive Schools, según el cual todos los escolares, hasta los 16 años, deberían cursar en los centros públicos la misma enseñanza. Esta medida suponía suprimir las elitistas Grammar schools y otras modalidades de secundaria, instaurando una etapa común para todos los estudiantes de la secundaria obligatoria.

El sistema educativo inglés debía basarse, para los thatcherianos, en la idea de efectividad y eficiencia dejando la equidad para un segundo término si molestaba para la consecución de esos principios


La llegada del gobierno de Margaret Thatcher, en 1979, supuso, como señala R. Cowen, “un cambio histórico y crucial que estriba en que, el principio político troncal del sistema educativo es la competencia económica, en lugar de la igualdad de oportunidades y la cohesión social”. El sistema educativo inglés debía basarse, para los tacherianos, en la idea de efectividad y eficiencia dejando la equidad para un segundo término si molestaba para la consecución de esos principios. La guía que dirigió la transformación fue el con­cepto de «mercado». Según este planteamiento los fines educativos se derivarían de las necesidades económicas. En este contexto el individuo se convertiría en con­sumidor de la educación.

La estrategia para conseguirlo consistió en aplicar las reglas de la competencia. Con la excusa de la transparencia se comenzaron a publicar rankings, clasificaciones y resultados en pruebas de evaluación externas. Surgió un nuevo vocabulario: “evaluación y eficiencia”, “control de calidad”, “excelencia”, padres y estudiantes como «consumidores», el concepto de medición de un «producto con valor añadido» etc. Se dio a entender que hablar de lo educativo con estos conceptos suponía modernidad y cambio.

Las medidas concretas fueron implantadas con rapidez: los directores de escuelas se convirtieron en gestores eficientes que debían rendir resultados según las exigencias del gobierno; se debilitó el poder de las entidades locales; la inspección educativa fue reemplazada, en parte, por un nuevo sis­tema que asumía la nueva Oficina para Estándares en Educación; se organizó una evaluación y medición del desempeño de los maestros vinculado al ren­dimiento escolar; se cambió el sistema de formación de profesorado; se cerraron programas de innovación didáctica coordinados por el School Council; se elaboró una ley con el fin de procurar la libertad de elección de centro lo que suponía, en la práctica, ampliar las posibilidades de financiación de colegios privados; y, por último, se abortó el programa hacia la implantación de la escuela comprensiva potenciándose Grammars schools y cerrándose muchas Comprehensive Schools, sobre todo de barrios humildes, para transformarlas en centros de formación profesional.

 Dos materias debían potenciarse sobre todas las demás: la lengua inglesa y las matemáticas, de las que se elaboraron estándares nacionales que marcaban los niveles que debían alcanzar 

Las dos obsesiones de los gobiernos de Thatcher fueron la reforma de currículo y llenar de pruebas de evaluación externas todas las etapas educativas. Dos materias debían potenciarse sobre todas las demás: la lengua inglesa y las matemáticas, de las que se elaboraron estándares nacionales que marcaban los niveles que debían alcanzar a los 8, 10, 12, 14 y 16 años. Se creó un sistema de exámenes externos en estas materias que debían realizar todos los alumnos de la educación obligatoria cada dos años. Los resultados obtenidos en la Primaria y la evaluación de 12 años servirían para formar los grupos al comenzar la Secundaria. Se reformó la reválida de final de etapa para utilizarla también para la evaluación de centros y profesores.



Las universidades se vieron obligadas a entrar en el mercado: antes, el 95% del presupuesto universitario procedía de fondos públicos. Ahora, las universidades tendrían que convertirse en empresas y determinar la mejor forma de vender conocimientos, ofrecer servicios, llevar a cabo consultorías, y atraer a más estudiantes, que pagarían su matrícula.

 En los años siguientes a la muerte de la Sra. Thatcher la opinión publicada se dividió entre los que se deshacían en elogios a la “Dama de Hierro” señalando que fue el inicio de la nueva modernidad educativa, y los que ponían de manifiesto su responsabilidad en el desmantelamiento de la educación pública y equitativa. 

Nadie lo dice así, pero las actuales políticas educativas lo practican: vamos hacia una sociedad dual también en lo educativo.

Pero, la verdadera herencia thatcherismo es el triunfo contundente de su modelo cultural y educativo en toda Europa: una educación basada en la ideología neoconservadora fundada en los principios neoliberales y en la concepción de la “teoría de las dos naciones”: hay una “nación” trabajadora y emprendedora que recibe su premio en forma de integración cultural y renta salarial. Y otra de parásitos de lo público que recibe su justo merecido en forma de pobreza y exclusión. Nadie lo dice así, pero las actuales políticas educativas lo practican: vamos hacia una sociedad dual también en lo educativo.

Joaquín Prats