PRIMERO APRENDE Y SÓLO DESPUÉS ENSEÑA
E. Moradiellos El País, 22 marxo 2013
El
informe de los inspectores educativos de la Comunidad de Madrid sobre el
desastroso nivel de conocimientos culturales positivos de los licenciados en
Magisterio ha sacado a la luz un “secreto” bien conocido en las aulas
universitarias españolas en general y en las de las Facultades de Formación del
Profesorado en particular. Y los que hemos tenido contacto con ese problema de
manera directa y fehaciente podemos dar fe de ello por experiencia propia.
Lo
más preocupante de algunas reacciones al informe por parte de los afectados es
la negativa a contemplar el núcleo del problema: que la formación universitaria
recibida ha descuidado gravemente los fundamentos disciplinares (el
conocimiento derivado del cultivo de las disciplinas científico-humanísticas:
historia, matemáticas, literatura, biología…) en beneficio del saber formal y
procedimental de las “ciencias de la educación” (teorías psicopedagógicas,
doctrinas didácticas, praxologías docentes…). Tal es el caso de la reacción de
la alumna mencionada en el artículo de este mismo diario (“Un fallo docente
desde la base”, 14 de marzo de 2013) que desconocía la ubicación de los ríos
Ebro, Duero y Guadalquivir: “A mí no me tendrían que preguntar los ríos de
España, es mucho más importante que evalúen mi capacidad para enseñárselos a un
niño ciego”.
Se
trata de una respuesta asombrosa e inquietante por su patente desafío a toda lógica
intelectual humana (¿cómo enseñar algo a un alumno ciego si no se sabe hacerlo
a uno vidente?) y también al principio básico de la pedagogía más clásica y ya
casi bimilenaria: Primum discere, deinde docere (primero aprende y sólo
después enseña). Un principio, por cierto, remarcado una y otra vez por los
mejores pedagogos y psicólogos de la educación que han abordado el problema.
Así, por ejemplo, se expresaba Richard S. Peters, famoso director del Institute
of Education de la Universidad de Londres, allá por 1977: “Si hay algo que
debe considerarse como una preparación específica para la enseñanza, la
prioridad debe darse al conocimiento exhaustivo de algo que enseñar. Un
profesor, en la medida en que está vinculado a la enseñanza y no ya a la
terapia, la socialización o el asesoramiento sobre oficios y carreras, debe
dominar algo que pueda enseñar a otros”. Y así corrobora ese aserto algunos
años después una figura como Margret Buchmann desde una institución homónima de
la Universidad de Michigan: “Conocer algo nos permite proceder a enseñarlo; y
conocer un contenido disciplinar en profundidad significa estar mentalmente
organizado y bien preparado para enseñarlo de manera general. El conocimiento
de contenidos disciplinares es una precondición lógica para la actividad de la
enseñanza; sin él, las actividades de enseñanza, como por ejemplo hacer
preguntas o planificar lecciones, están colgadas en el aire”.
¿Cómo
hemos llegado a esta ridícula pero grave situación? Dejando aparte conocidas
razones sociográficas derivadas de la conformación de un gremio profesional con
aspiración al control unívoco de una materia definida como “ciencia de la
educación”, la clave probablemente está en la difusión de unas filosofías y
antropologías psico-pedagógicas de perfiles muy pragmatistas y formalistas que
han llegado a ser hegemónicas en el campo de la Pedagogía y la Didáctica (y en
los planes de estudio del magisterio español, de paso). Ya en los años sesenta
del siglo XX, cuando esta deriva comenzaba a extenderse por los Estados Unidos,
Hannah Arendt lanzó una llamada de alerta con su habitual perspicacia: “Bajo la
influencia de la psicología moderna y de los dogmas del pragmatismo, la
pedagogía se desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal
manera que llegó a emanciparse por completo de la materia concreta que se va a
transmitir”. Una década después, era el pedagogo canadiense Lucien Morin el que
advertía contra los desvaríos de unos “charlatanes de la nueva pedagogía” que
querían hacer tabula rasa de todas las experiencias docentes previas en
aras de una modernidad mal entendida. Sus palabras son particularmente actuales
a la vista del caso madrileño: “Todos afirman que gracias a las ciencias de la
educación serán más respetadas las exigencias intelectuales y, sin embargo, lo
que está ocurriendo en todas partes es exactamente lo contrario”.
Ciertamente,
no cabe duda de que las perspectivas psicopedagócias mencionadas adolecen de
sustancialismo formalista metafísico (“se puede enseñar de todo a todos al
margen de los contenidos enseñables”), carecen de fundamento racional lógico
(el mantra de “aprender a aprender” es un sintagma de estructura tautológica de
identidad reduplicativa que nada añade al núcleo de identidad por ser circular
y autorreferencial: aprender a aprender sólo quiere decir “aprender”) y
resultan dañinas pragmáticamente en el plano docente (¿qué ganamos con llamar
“segmento de ocio” al recreo, “permanencia de ciclo” a la repetición de curso o
“diseño curricular básico” a la elaboración del programa de estudios?).
Vicens decía lo mismo
En
esos planteamientos late el presupuesto falso de que en la enseñanza y el
aprendizaje, como actividades humanas regladas para la transmisión y
adquisición de conocimientos positivos y habilidades pragmáticas, cabe
diferenciar y analizar como distintos y autónomos a la forma y a la materia, al
continente y al contenido, al pretendido proceso efectivo fijo y regular (la
razón que sobrevuela) y a sus supuestos componentes ocasionales y aleatorios
(la empiria que es estructurada). Sólo desde este punto de mira la Pedagogía y
la Didáctica serían así verdaderas “ciencias” soberanamente autónomas que
mostrarían y desvelarían el proceso formal, racional y continente de la
“educación, la enseñanza y el aprendizaje”, con independencia de lo que pudiera
ser la materia prima, el contenido disciplinar, el campo empírico y semántico
referencial, de esas actividades.
Pero
ésa es una pretensión falaz y su resultado un desastre cultural sin paliativos
en el horizonte. ¿Por qué? Porque, en sentido estricto histórico, no es posible
aprender a enseñar, como tampoco a pensar, sin que esos verbos transitivos
tengan un complemento predicativo inherente e inexcusable que defina y aclare
su sentido: ¿Enseñar qué? ¿Pensar en qué? ¿Cabe pensar en un
joven que piense sin que añadamos sobre qué está pensando: el próximo examen a
preparar, su futuro profesional, la situación familiar, la angustia de la
soledad, la dicha de ser amado, el presentimiento de la mortalidad, la compleja
entidad del pensamiento reflexivo? ¿Acaso puede ser lo mismo enseñar a leer a
un niño, que a operar con elementos químicos a un bachiller, que a conducir un
coche a un joven, que a traducir textos del latín a un neófito interesado pero
adulto, que a identificar las estructuras estelares a través de un telescopio
de nueva gran potencia a un astrónomo en formación postdoctoral? Y por eso
mismo, con independencia del interés, aplicabilidad y eficacia potencial
(indudable, a nuestro juicio) de los saberes pedagógicos y didácticos, el acto
educativo y la labor de enseñar y de aprender siempre será una materia
informada (es decir: la única posible, puesto que la materia informe es
incognoscible o es la nada absoluta o la estéril totalidad indiferenciada) y
siempre un continente contendrá algún contenido (porque de lo contrario no
sería tal, aunque dicho contenido fuera en su límite como un conjunto vacío, un
sistema de partes ausentes o simplemente un valor cero).
En
resumidas cuentas, todo maestro y profesor y todo alumno y estudiante que
aspire a ser maestro/profesor (siempre de algo: desde la especialidad de
formación para pedagogo y educador infantil a la de instructor de vuelo
aeronáutico o experto latinista; no hay profesor “de todo y para todo” ni
educación “en todo y de todo”) debe conocer los fundamentos básicos de sus
disciplinas y algunos más específicos del saber acumulado por las
investigaciones pedagógicas y las experiencias didácticas. Pero también debe
desconfiar, rebatir, ponerse en guardia y mantener a raya la verborrea
pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia holística de la educación formal,
inmaterial e incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos. Y
es preciso y urgente que esta evidencia penetre en las aulas de las Facultades
de Formación del Profesorado. Por mera razón de supervivencia propia y
autoestima profesional.
Enrique Moradiellos
Catedrático de Historia
Contemporánea de la Universidad de Extremadura
Celebro este artículo que llega con décadas de retraso, para mi. No es ningún reproche a su autor, ¡cómo podría serlo, si le estoy reconocido por sacar a la luz pública esas reflexiones!
ResponderEliminarPero en este asunto, muchos son los docentes de todos los niveles y géneros que tendrán que soportar preguntas incómodas en la onda de aquel cinematográfico "¿Qué hiciste en la guerra, papi?"
No deberían responder de su comportamiento en ninguna guerra pero si, muy probablemente, de su continuada y acomodaticia docilidad a los "dogmas pedagógicos" que nos han llevado al lamentable e inapropiado estado actual.
Quienes nos opusimos a algunos de esos desvaríos pedagógicos y didácticos no lo hicimos con éxito, esa es nuestra ingrata carga.
Los convencidos de los "nuevos dogmas" y los acomodaticios a las directrices de quienes impulsaban esos "nuevos dogmas" nos batieron ampliamente, por su fortaleza, por nuestra incapacidad o por una combinación de ambas causas.
Ojalá este artículo contribuya eficazmente a cambiar el rumbo y pase a ser plena realidad el "Primum discere, deinde docere"
¡Amén!
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