Patria
por: Carlos Gil Andrés
Profesor de historia. IES Inventor Cosme
García
¿Sufre la naturaleza del hombre una
mutación dentro del caldero de la violencia? La pregunta es de Vasili Grosman,
el autor de Vida y destino, que no entendía
cómo quienes habían estado ligados por la vecindad, la familia o el trabajo
actuaban durante la guerra “como si hubieran conspirado para no comportarse
como seres humanos”. Lo recordé mientras leía Patria, de Fernando Aramburu, presentada en la Feria del Libro de
Madrid como el fenómeno literario del año, con más de 300.000 ejemplares
vendidos.
La crítica ha destacado la ambición y
complejidad de la novela, la construcción de la trama, la recreación de los
años de plomo de ETA, el habla de los personajes y la vida interna de las
familias, con empatía hacia las víctimas pero sin pretender juzgar a nadie. A
mí lo que más me ha llamado la atención no son las historias de los
protagonistas sino el ambiente del pueblo donde transcurre el relato, el
comportamiento de muchos vecinos: “Fulano hace un poco, mengano hace otro poco
y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente
responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo
dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son sólo palabras, ruidos
momentáneos en el aire”.
En una buena obra literaria, como en una
gran película, lo que más nos atrae y permanece no es lo que ya sabemos y
esperamos, lo previsible, sino aquello que nos incomoda, que nos interpela. Las
preguntas que se vuelven y nos miran a la cara. En el caso de Patria, la actitud de los conocidos que dan
la espalda a la familia del Txato, la reacción de los clientes del bar, los
compañeros de la partida de cartas, los amigos de toda la vida: “Y al llegar a
la plaza y sumarse al grupo de cicloturistas notó, ¿qué?, notó algo, como una
tibieza en el saludo. Y ojos que evitaban mirarse en los suyos” (…) Ninguno de
sus acompañantes hizo ademán de defenderlo. Ninguno expresó un comentario, una
reprobación, una réplica al insulto”.
¿Qué es lo que pasa para que los vecinos
se conviertan en enemigos? ¿Cómo es posible que la gente que ha compartido
tantas cosas acabe por no tener nada más en común que la violencia? Se lo
preguntaba Michael Ignatieff en 1993, en un pueblo del este de Croacia
controlado por los serbios. ¿Cómo se llega a detestar y a demonizar a los que
una vez se llamaron amigos? ¿Cómo se siembra, un grano tras otro, la semilla de
la paranoia nacionalista en el terreno de la vida común?
Fernando Aramburu narra de manera
verosímil ese proceso de deshumanización, de desconexión moral: “en la taberna
bebes, comes y comentas con la cuadrilla, y uno nota con una especie de
cosquilleo agradable que ha contraído la fiebre que caliente a todos y los une
al calor de una causa (…) Joxe Mari no veía dentro del uniforme a la persona
que gana un sueldo, que a lo mejor tiene esposa e hijos. Yo no me atrevía a
decírselo; pero a mí, te lo juro, el que negara la humanidad de una persona por
llevar uniforme que parecía terrible”. El calor de la causa, la búsqueda de
reconocimiento social, las múltiples direcciones del miedo, el lenguaje que
protege de la responsabilidad, la identidad de la comunidad: “En un pueblo
pequeño, afirma, no puedes escurrir el bulto. Cuando había manifestación,
homenajes, altercados, y alguna historia de esas había cada dos por tres, no es
que pasaran lista; pero siempre había ojos dedicados a controlar quién estaba y
quién no”.
El relato nos parece verosímil porque
conocemos otros ejemplos del pasado. La atmósfera opresiva del terror del
verano de 1936, en la retaguardia de los pueblos riojanos, sin espacio para la
pasividad, sin un lugar a salvo de los rumores y las miradas, de las denuncias
que llevaban la violencia hasta el ámbito más íntimo y privado. El orden
infernal del III Reich alemán, con una escala casi infinita de grados de
responsabilidad, complicidad y colaboración, esa terrible “normalidad” del mal
de la que nos alertó Hannah Arendt. O el asfixiante sistema represivo de los
regímenes comunistas de la Europa del Este, como la inmensa red de informantes
de la Stasi, nutrida de una vasta
antología de debilidades humanas, una suma de pequeñas acciones que, todas
juntas, lo señaló Thimothy Garton Ash, constituyeron un gran mal.
Siempre en el nombre de la Patria, de una
Patria que no solo bendice morir por ella –Dulce
et decorum est pro patria mori– sino que también justifica matar en su
nombre. Tal vez por eso Jorge Semprún, un apátrida en la Europa de la
posguerra, afirmaba que nunca se le había pasado por la cabeza la idea de morir
por la patria. Y que esa expresión, “pasar por la cabeza”, era incorrecta para
hablar de la patria: “si existe, no creo que esta idea le pase a uno por la
cabeza, sino que más bien ha de dejarle a uno abatido, aplastado, trastornado”.
La fiebre del patriotismo. El ardor
guerrero de las banderas que se exhiben como trapos para embestir. Eso decía el
coronel Dax, interpretado por Kirk Douglas, en un diálogo inolvidable de la
película Senderos de Gloria. Decía
también, enojado por la falta de humanidad de los altos mandos, en la
carnicería de la Gran Guerra, que el patriotismo era “el último refugio de los
canallas”. Hace unos meses Kirk Douglas cumplió cien años. Un día, no muy
lejano, el telediario anunciará la noticia de su muerte y repasará su vida en
imágenes. Entonces me pondré de pie y guardaré respeto. Por el coronel Dax. En
el nombre de quienes, en medio de la violencia, alentaron la vida.