¿ES LA EXPRESIÓN
“APRENDER A APRENDER” UNA TAUTOLOGÍA?
Por Enrique Moradiellos (1)
Creo que la afirmación del profesor Marina en el sentido de que
podría desear que mis alumnos “aprendan a aprender historia” es tautológica
entendiendo por tal la presencia de una acción verbal reduplicada en la oración
que no añade nada a su significado pleno y cabal. Y así se observa si se
elimina una de las reiteraciones verbales: ¿qué nueva potencia, profundidad,
fuerza o sentido tiene esa frase en comparación con la nítida, inequívoca y más
breve expresión de que quiero y deseo que mis alumnos “aprendan historia”
(frase que, además, cumple con el principio de economía expresiva de la navaja
de Ockham). Sinceramente, no veo ni compruebo ninguna ventaja en absoluto en
esa reduplicación y sólo una licencia metafórica de redundancia que podría ser
interesante en un texto literario (donde cabría aludir a los ensordecedores sonidos
del silencio o apelar al presuroso tiempo detenido) pero muy poco fructífera en
un texto enunciativo de pretensión científica y forzadamente claro y distinto
en la medida de la inteligencia humana (donde el silencio tiene entidad por ser
la ausencia de sonido –base de la notación musical- y el tiempo es una magnitud
física que exige secuencia y cuya medida cabe intentar de diferentes modos
–como así lo hizo la mecánica física con éxito notable y todavía vivimos del
descubrimiento).
Abundando en esta línea, también me atrevo a afirmar que el uso
del término “aprender” en una oración de ese tipo ya conlleva implícita y
explícitamente la compleja tarea intelectual y operatoria que podría tratar de
esconder su reduplicación innecesaria. Trataré de explicarme para argumentar
mejor esa afirmación. “Aprender” es un término del castellano (como
“apprentissage” en francés, “apprendimento” en italiano, “aprendizagem” en
portugués) que deriva del vocablo latino generatriz: “apprehendere”, compuesto
por el prefijo “ad” (hacia) y el verbo “prehendere” (atrapar algo, asir una
cosa, coger físicamente y con las manos). El aprendizaje pasó a ser así el acto
humano de aprender (y comprender) en el sentido de interiorizar, asimilar o
hacer propio algún tipo de saber, conocimiento, destreza o habilidad
previamente no conocidos ni integrados (véase al respecto trabajos tan
distintos como los de Víctor García Hoz en su “Glosario de Educación”, o de Guy
Claxton, “Aprender”).
Como ya se han preocupado de señalar muchos autores clásicos
(aparte de los ya citados, mucho más modernos), ese verbo “Aprender” sólo tiene
sentido pleno cuando se conjuga a la par que el verbo “Enseñar” (también
derivado del vocablo latino construido por el prefijo “In” más el verbo
“Signare”, denotativo de la acción de “señalar hacia arriba, indicar una
orientación sobre el camino a seguir”). Y ello porque ambos forman parte, como
conceptos conjugados que son (similares al par anverso-reverso o padre-hijo:
una faceta carece de sentido sin la otra), del núcleo de sentido del concepto
categorial de la “Educación” (derivado del verbo “Ducere”: conducir hacia
fuera, sacar fuera algo, extraer desde dentro). Dicho de otro modo más simple y
quizá más efectivo: quien dice “Educación” con mínimo sentido preciso (y
atendiendo a la historia del vocablo y de sus usos en los últimos veinte
siglos) hace referencia siempre a un proceso compuesto por dos actividades
separables intelectualmente pero complementarias y conexas en la realidad
efectiva: la enseñanza y el aprendizaje. Donde se da la una sin la otra, habrá
enseñanza o aprendizaje, pero no educación (como en los casos del autodidacta
que aprende por sí mismo sin ayuda ajena o del enseñante a quien nadie atiende
o comprende). El énfasis en la primera parte del proceso nos lleva a las
actividades a cargo del docente, el maestro, el profesor o el instructor: un
conjunto de decisiones y operaciones que se planifican y ejecutan con el fin de
que ciertas personas aprendan determinadas cosas, teóricas o prácticas, promoviendo
así deliberadamente la asimilación de varias formas de saberes, conocimientos,
habilidades, destrezas o competencias por vías, morfologías, métodos y recursos
muy variados. El énfasis en la segunda parte del proceso nos sitúa ante las
actividades del discente, discípulo, alumno, estudiante o aprendiz, en el cual
debe haber un cambio relativamente permanente y duradero en su situación como
resultado de la comprensión, entendimiento o asimilación de los contenidos
efectivos de la experiencia y vivencia de las enseñanzas recibidas,
transmitidas y ejecutadas.
Desde luego, dentro del proceso educativo y de sus facetas
constitutivas (enseñar y aprender), la segunda comprende, compete y afecta al
enseñado, discente, aprendiz, alumno o estudiante por razón obvia y necesaria:
nadie aprende nunca por otro como nadie sufre un dolor de muelas ajeno por
mucho que aprecie al afectado. Y, además, hay que recordar que no hay
“motivación”, ni “coacción” suficientes para lograr el aprendizaje si no se
desea lograrlo por propia voluntad: “El deseo de aprender depende de la
voluntad, donde no cabe la violencia” (en palabras clásicas de Quintiliano allá
por el siglo I de nuestra era).
(…) En todo caso, cabe concluir que la labor de enseñanza (docente)
del profesor presupone un conjunto planificado de actividades varias destinadas
a lograr que los alumnos aprendan ciertos conocimientos, destrezas y
habilidades (eso que trataría de cubrir malamente el sintagma “enseñar a los
alumnos a aprender a aprender”); y que la labor del aprendizaje efectivo es una
tarea personal del alumno (es literalmente un auto-aprendizaje en el sentido
socrático más puro: ayudar a parir el saber desde dentro de su ser) mediante el
cual hace suyos y asimila de modo significativo esos conocimientos, destrezas y
habilidades y los incorpora a su bagaje intelectual propio, interior y
personal.
Desde luego, entiendo por todo esto que “aprender” significa
incorporar al acervo intelectual propio de una manera no superficial los conocimientos
teóricos (saberes e información, cuando menos) y las destrezas prácticas
(habilidades operatorios y competencias de capacidad efectiva, como mínimo) que
se nos enseñan, con la ayuda de la progresiva maduración progresiva del
utillaje mental que posibilita la comprensión lógica y fenomenológica del mundo
que nos rodea y del patrimonio cultural que nos ofrece la educación como
institución humana. Así lo subrayó hace ya tiempo un autor clásico de la
pedagogía como es Richard S. Peters al indicar que los procesos educativos eran
básicamente “procesos de aprendizaje y éste siempre abarca alguna clase de
contenido que debe dominarse, comprenderse y recordarse. Este contenido, tanto
si es una destreza, como si es una actitud, un aspecto del conocimiento o un
principio que hay que comprender, tiene que profundizarse, tal vez en forma
embrionaria, en la situación de aprendizaje”.
De ese texto parece desprenderse algo también bastante evidente:
que para hablar propiamente de aprendizaje éste debe ser profundo, estratégico
y significativo (“meaningful learning”, en una ya famosa fórmula inglesa), para
lo cual hay que ejercitar continuadamente las labores intelectuales de
memorización comprensiva de datos y fenómenos, clarificación de conceptos y
léxico, formulación razonada de juicios y argumentos no contradictorios,
ejercitación de tareas de comparación, contraste, cotejo, diferenciación y
discriminación, capacitación para la reflexión crítica y activa fundamentada y
desarrollo de estrategias propias de control del auto-aprendizaje. Y todo ello
requiere esfuerzo y concentración física y mental, dedicación de tiempo y
voluntad al acto de aprendizaje (lo que los clásicos llamaron “estudio”),
atención a explicaciones y demostraciones del enseñante, ya sea teóricas o
prácticas y, sobre todo, en sociedades ya civilizadas que han superado el
estadio ágrafo, práctica regular de la lectura comprensiva de textos escritos
de carácter formativo y búsqueda intencionada de nuevas fuentes de conocimiento
externas al sujeto y codificadas. A todo esos procesos intelectuales y
pragmáticos llamamos “aprender” y “aprendizaje” sin necesidad de reduplicar los
términos para hacerlos más diáfanos porque es innecesario e inútil (a la par
que nocivo).
Y por eso, a mis alumnos, cuando les pido y requiero que “aprendan
historia”, no sólo les estoy pidiendo y requiriendo que conozcan o identifiquen
a personajes históricos (como Ramsés el Grande o Stalin), a procesos de cambio
y continuidad más o menos dilatados (la desintegración del Imperio Romano o la
descolonización posterior a 1945), a eventos y acontecimientos de distinto
grado e interés (desde las Cruzadas hasta el Desastre del 98), a espacios
físicos donde han vivido sociedades humanas más o menos complejas (como el
Creciente Fértil o la Commonwealth) o a instituciones socio-culturales o
económicas-productivas que han contribuido a la supervivencia de la especie en
su múltiple y variada morfología (desde la esclavitud en la Antigüedad hasta el
triunfo de la revolución industrial decimonónica). Cuando les pido que
“aprendan historia”, esa historia u otras historias, sin más rodeos, les estoy
conminando a ejercitar esas facultades del intelecto que son la memoria, la
comparación, la discriminación, la identificación y cotejo, la diferenciación y
contraste, el raciocinio demostrativo, la cautela frente a la monocausalidad,
la atención a la complejidad, etc., en toda su potencia y vigor, ya sea para
entender quién y cómo combatió en la Primera Guerra Mundial o cómo y porqué fue
destruida la democracia alemana desde dentro en 1933 y de la mano de un
movimiento socio-político totalitario que decía pensar “con la sangre y el
suelo” de una raza aria superlativa en vez de con el limitado intelecto humano
falible y perfectible. Alcanzar ese nivel de comprensión necesariamente sería
lograr ese aprendizaje significativo que no necesita de reduplicaciones para
reconocerse y afirmarse, en mi humilde opinión.
1.- Fragmento de un post en Enrique Moradiellos en el Foro” Observatorio de innovación educativa”. Dirección
en la que se pueden leer todas las aportaciones:
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