Manifiesto para la renovación de la historia
Eric Hobsbawm - Diciembre de 2004
Del supuesto “choque de civilizaciones” a la muy real
crisis social, de las angustias existenciales a los repliegues
identitarios, todo lleva a relanzar los trabajos de los historiadores
para comprender la evolución de los seres humanos y de las sociedades.
En el curso de las últimas décadas el relativismo en historia ha
armonizado con el consenso político. Es hora por el contrario de
“reconstruir un frente de la razón” para promover una nueva concepción
de la historia, a lo que nos invitaba uno de los más grandes
historiadores contemporáneos. Eric Hobsbawm falleció el 1
de octubre de 2012, a la edad de 95 años.
“Hasta
ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; se
trata de cambiarlo”. Los dos enunciados de esta célebre tesis del
filósofo alemán Ludwich Feuerbach inspiraron a los historiadores
marxistas. La mayoría de los intelectuales que se adhirieron al marxismo
a partir de la década de los ochenta del siglo XIX –entre ellos los
historiadores marxistas– lo hicieron porque querían cambiar el mundo,
junto con los movimientos obreros y socialistas; movimientos que se convertirían, en gran parte bajo la influencia
del marxismo, en fuerzas políticas de masas. Esa cooperación orientó
naturalmente a los historiadores que querían cambiar el mundo hacia
ciertos campos de estudio –fundamentalmente,
la historia del pueblo o de la población obrera– los que, si bien
atraían naturalmente a las personas de izquierda, no tenían
originalmente ninguna relación particular con una interpretación
marxista. A la inversa, cuando a partir de la década de noventa del
siglo XIX esos intelectuales dejaron de ser revolucionarios sociales, a
menudo también dejaron de ser marxistas.
La
revolución soviética de octubre de 1917, reavivó ese compromiso.
Recordemos que los principales partidos socialdemócratas de Europa
continental abandonaron por completo el marxismo sólo en la década de
los cincuenta, y a veces más tarde. Aquella revolución engendró además
lo que podríamos llamar una historiografía marxista obligatoria en la
URSS y en los Estados que adoptaron luego regímenes comunistas. La
motivación militante se vio reforzada durante el periodo del
antifascismo.
A
partir de la década de los cincuenta se debilitó en los países desarrollados –pero no en el Tercer Mundo– aunque el considerable
desarrollo de la enseñanza universitaria y la agitación estudiantil
generaron en la década de los sesenta dentro de la universidad un nuevo e
importante contingente de personas decididas a cambiar el mundo. Sin
embargo, a pesar de desear un cambio radical, muchas de ellas ya no eran
abiertamente marxistas, y algunas ya no lo eran en absoluto.
Ese
rebrote culminó en la década de los setenta, poco antes de que se
iniciara una reacción masiva contra el marxismo, una vez más por razones
esencialmente políticas. Esa reacción tuvo como principal efecto –salvo
para los liberales que aún creen en ello– la aniquilación de la idea
según la cual es posible predecir, apoyándose en el análisis histórico,
el éxito de una forma particular de organizar la sociedad humana. La
historia se había disociado de la teleología (1).
Teniendo
en cuenta las inciertas perspectivas que se presentan a los movimientos
socialdemócratas y socialrevolucionarios, no es probable que asistamos a
una nueva ola de adhesión al marxismo políticamente motivada.
Pero evitemos caer en un occidental-centrismo excesivo. A juzgar por la
demanda de que son objeto mis propios libros de historia, compruebo que
se desarrolla en Corea del Sur y en Taiwán desde la década de los
ochenta, en Turquía desde la década de los noventa, y hay señales de que
avanza actualmente en el mundo de habla árabe.
El vuelco social
¿Qué
ocurrió con la dimensión “interpretación del mundo” del marxismo? La
historia es un poco diferente, aunque paralela. Concierne al crecimiento
de lo que se puede llamar la reacción anti-Ranke (2), de la cual el
marxismo constituyó un elemento importante, aunque no siempre reconocido
por completo. Se trató de un movimiento doble.
Por
una parte, ese movimiento cuestionaba la idea positivista según la cual
la estructura objetiva de la realidad era por así decirlo evidente:
bastaba con aplicar la metodología de la
ciencia, explicar por qué las cosas habían ocurrido de tal o cual
manera, y descubrir «wie es eigentlich gewesen» (cómo sucedió en
realidad)... Para todos los historiadores, la historiografía se mantuvo y
se mantiene enraizada en una realidad objetiva, es decir, la realidad
de lo que ocurrió en el pasado; sin embargo, no parte de hechos sino de
problemas y exige que se investigue para comprender cómo y por qué esos
problemas –paradigmas y conceptos– son formulados de la manera en que
lo son en tradiciones históricas y en medios socio-culturales
diferentes.
Por
otra, ese movimiento intentaba acercar las ciencias sociales a la
historia y, en consecuencia, englobarla en una disciplina general, capaz
de explicar las transformaciones de la sociedad humana. Según la
expresión de Lawrence Stone (3), el objeto de la historia debería ser
“plantear las grandes preguntas del ‘por qué’”. Ese “vuelco social” no
vino de la historiografía sino de las ciencias sociales –algunas de
ellas incipientes en tanto tales– que por entonces se afirmaban como
disciplinas evolucionistas, es decir históricas.
En
la medida en que puede considerarse a Marx como el padre de la
sociología del conocimiento, el marxismo, a pesar de haber sido
denunciado erróneamente en nombre de un presunto objetivismo ciego,
contribuyó al primer aspecto de ese movimiento. Además, el impacto más
conocido de las ideas marxistas –la importancia otorgada a los factores
económicos y sociales– no era específicamente marxista, aunque el
análisis marxista pesó en esa orientación. Esta se inscribía en un
movimiento historiográfico general, visible a partir de la década de los
noventa del siglo XIX, y que culminó en las décadas de los cincuenta y
los sesenta, en beneficio de la generación de historiadores a la que
pertenezco, que tuvo la posibilidad de transformar la disciplina.
Esa
corriente socio-económica superaba al marxismo. La creación de revistas
y de instituciones de historia económico-social fue a veces obra –como
en Alemania– de socialdemócratas marxistas, como ocurrió con la revista
Vierteljahrschrift en 1893. No ocurrió así en Gran Bretaña, ni en
Francia, ni en Estados Unidos. E incluso en Alemania, la escuela de
economía marcadamente histórica no tenía nada de marxismo. Solamente en
el Tercer Mundo del siglo XIX (Rusia y los Balcanes) y en el del siglo
XX, la historia económica adoptó una orientación sobre todo
socialrevolucionaria, como toda “ciencia social”. En consecuencia, se
vio muy atraída por Marx. En todos los casos, el interés histórico de
los historiadores marxistas no se centró tanto en la “base” (la
infraestructura económica) como en las relaciones entre la base y la
superestructura. Los historiadores explícitamente marxistas siempre
fueron relativamente poco numerosos.
Marx
ejerció influencia en la historia principalmente a través de los
historiadores y los investigadores en ciencias sociales que retomaron
los interrogantes que él se planteaba, hayan aportado o no otras
respuestas. A su vez, la historiografía marxista avanzó mucho en
relación a lo que era en la época de Karl Kautsky y de
Georgi Plekhanov (4), en buena medida gracias a su fertilización por
otras disciplinas (fundamentalmente la antropología social) y por
pensadores influidos por Marx y que completaban su pensamiento, como Max
Weber (5).
Si
subrayo el carácter general de esa corriente historiográfica, no es por
voluntad de subestimar las divergencias que contiene o que existían en
el seno de sus componentes. Los modernizadores de la historia se
plantearon las mismas cuestiones y se consideraron comprometidos en los
mismos combates intelectuales, ya sea que se inspiraran en la geografía
humana, en la sociología durkheimiana (6) y en las estadísticas, como en
Francia (a la vez, la escuela de los Anales y Labrousse), o en la
sociología weberiana, como la Historische Sozialwissenschaft en Alemania
federal, o incluso en el marxismo de los historiadores del Partido
Comunista, que fueron los vectores de la modernización de la historia en
Gran Bretaña o que al menos fundaron su principal revista.
Unos
y otros se consideraban aliados contra el conservadurismo en historia,
aun cuando sus posiciones políticas o ideológicas fueran antagónicas,
como Michael Postan (7) y sus alumnos marxistas británicos. Esa
coalición progresista halló una expresión ejemplar en la revista Past
& Present, fundada en 1952, muy respetada en el ambiente de los
historiadores. El éxito de esa publicación se debió a que los jóvenes
marxistas que la fundaron se opusieron deliberadamente a la exclusividad
ideológica y que los jóvenes modernizadores provenientes de otros
horizontes ideológicos estaban dispuestos a unirse a ellos, pues sabían
que las diferencias ideológicas y políticas no eran un obstáculo para
trabajar juntos. Ese frente progresista avanzó de manera espectacular
entre el final de la II Guerra Mundial y la
década de los setenta, en lo que Lawrence Stone llama “el amplio
conjunto de transformaciones en la naturaleza del discurso histórico”.
Eso hasta la crisis de 1985, cuando se produjo la transición de los
estudios cuantitativos a los estudios cualitativos, de la macro a la
microhistoria, de los análisis estructurales a los relatos, de lo social
a los temas culturales...Desde
entonces, la coalición modernizadora está a la defensiva, al igual que
sus componentes no marxistas, como la historia económica y social.
En
la década de los setenta, la corriente dominante en historia había
sufrido una transformación tan grande, en particular bajo la influencia
de las “grandes cuestiones” planteadas a la manera de Marx, que escribí
estas líneas: “A menudo es imposible decir si un libro fue escrito por
un marxista o por un no marxista, a menos que el autor anuncie su
posición ideológica... Espero con impaciencia el día en que nadie se
pregunte si los autores son marxistas o no”. Pero como también lo
señalaba, estábamos lejos de semejante utopía. Desde entonces, al
contrario, fue necesario subrayar con mayor energía lo que el marxismo
puede aportar a la historiografía. Cosa que no ocurría desde hacía mucho
tiempo. A la vez, porque es preciso defender a la historia contra
quienes niegan su capacidad para ayudarnos a comprender el mundo, y
porque nuevos desarrollos científicos han transformado completamente el
calendario historiográfico.
En
el plano metodológico, el fenómeno negativo más importante fue la
edificación de una serie de barreras entre lo que ocurrió o lo que
ocurre en historia y nuestra capacidad para observar esos hechos y
entenderlos. Esos bloqueos obedecen a la negativa a admitir que existe
una realidad objetiva y no construida por el observador con fines
diversos y cambiantes, o al hecho de sostener que somos incapaces de
superar los límites del lenguaje, es decir, de los conceptos, que son el
único medio que tenemos para poder hablar del mundo, incluyendo el
pasado.
Esa
visión elimina la cuestión de saber si existen en el pasado esquemas y
regularidades a partir de los cuales el historiador puede formular
propuestas significativas. Sin embargo, hay también razones menos
teóricas que llevan a esa negativa: se argumenta que el curso del pasado
es demasiado contingente, es decir, que hay que excluir las
generalizaciones, pues prácticamente todo podría ocurrir o hubiera
podido ocurrir. De manera implícita, esos argumentos apuntan a todas las
ciencias. Pasemos por alto intentos más fútiles de volver a viejas
concepciones: atribuir el curso de la historia a altos responsables
políticos o militares o a la omnipotencia de las ideas o de los
“valores”; reducir la erudición histórica a la búsqueda –importante pero
insuficiente en sí– de una empatía con el pasado.
El
gran peligro político inmediato que amenaza a la historiografía actual
es el “antiuniversalismo”: “mi verdad es tan válida como la tuya,
independientemente de los hechos”. Ese antiuniversalismo seduce
naturalmente a la historia de los grupos identitarios en sus diferentes
formas, para la cual, el objeto esencial de la historia no es lo que
ocurrió, sino en qué afecta eso que ocurrió a los miembros de un grupo
particular. De manera general, lo que cuenta para ese tipo de historia
no es la explicación racional sino la “significación”; no lo que
ocurrió, sino cómo experimentan lo ocurrido los miembros de una
colectividad que se define por oposición a las demás, en términos de
religión, de etnia, de nación, de sexo, de modo de vida, o de otras
características.
El
relativismo ejerce atracción sobre la historia de los grupos
identitarios. Por diferentes razones, la invención masiva de
contraverdades históricas y de mitos, otras tantas tergiversaciones
dictadas por la emoción, alcanzó una verdadera época de oro en los
últimos 30 años. Algunos de esos mitos representan un peligro público
–en países como la India durante el gobierno hinduista (8), en Estados
Unidos y en la Italia de Silvio Berlusconi, por no mencionar muchos
otros nuevos nacionalismos, se acompañen o no de un acceso de integrismo
religioso–.
De
todos modos, si por un lado ese fenómeno ha dado lugar a mucha
palabrería y tonterías en los márgenes más lejanos de la historia de
grupos particulares –nacionalistas, feministas, gays, negros y otros–
por otro ha generado desarrollos históricos inéditos y sumamente
interesantes en el campo de los estudios culturales, como el “boom de la
memoria en los estudios históricos contemporáneos”, como lo llama Jay
Winter (9). Los Lugares de memoria (10) obra coordinada por Pierre Nora,
es un buen ejemplo.
Reconstruir el frente de la razón
Ante
todos esos desvíos, es tiempo de restablecer la coalición de quienes
desean ver en la historia una investigación racional sobre el curso de
las transformaciones humanas, contra aquéllos que la deforman
sistemáticamente con fines políticos, y a la vez, de manera más
general, contra los
relativistas y los posmodernistas que se niegan a admitir que la
historia ofrezca esa posibilidad. Dado que entre esos relativistas y
posmodernos hay quienes se consideran de izquierda, podrían producirse
inesperadas divergencias políticas capaces de dividir a los
historiadores. Por lo tanto, el punto de vista marxista resulta un
elemento necesario para la reconstrucción del frente de la razón, como
lo fue en las décadas de los cincuenta y los sesenta. De hecho, la
contribución marxista probablemente sea aún más pertinente ahora, dado
que los otros componentes de la coalición de entonces renunciaron, como
la escuela de los Anales de Fernand Braudel, y la “antropología social
estructural-funcional”, cuya influencia entre los historiadores fuera
tan importante. Esta disciplina se vio particularmente perturbada por la
avalancha hacia la subjetividad posmoderna.
Entre
tanto, mientras que los posmodernistas negaban la posibilidad de una
comprensión histórica, los avances en las ciencias naturales devolvían a
la historia evolucionista de la humanidad toda su actualidad, sin que
los historiadores se dieran cabalmente cuenta. Y esto de dos maneras.
En
primer lugar, el análisis del ADN estableció una cronología más sólida
del desarrollo desde la aparición del homo sapiens en tanto especie. En
particular, la cronología de la expansión de esa especie originaria de
África hacia el resto del mundo y de los desarrollos posteriores, antes
de la aparición de fuentes escritas. Al mismo tiempo, eso puso de
manifiesto la sorprendente brevedad de la historia humana –según
criterios geológicos y paleontológicos– y eliminó la solución
reduccionista de la sociobiología darwiniana (11).
Las
transformaciones de la vida humana, colectiva e individual, durante
los últimos 10.000 años, y particularmente durante las 10 últimas
generaciones, son demasiado considerables para ser explicadas por un
mecanismo de evolución enteramente darwiniano, por los genes. Esas
transformaciones corresponden a una aceleración en la transmisión de las
características adquiridas, por mecanismos culturales y no genéticos;
podría decirse que se trata de la revancha de Lamarck (12) contra
Darwin, a través de la historia humana. Y no sirve de mucho disfrazar el
fenómeno bajo metáforas biológicas, hablando de “memes” (13) en lugar
de “genes”. El patrimonio cultural y el biológico no funcionan de la
misma manera.
En
síntesis, la revolución del ADN requiere un método particular,
histórico, de estudio de la evolución de la especie humana. Además
–dicho sea de paso– brinda un marco racional para la elaboración de una
historia del mundo. Una historia que considere al planeta en toda su
complejidad como unidad de los estudios históricos y no un entorno
particular o una región determinada. En otras palabras: la historia es
la continuación de la evolución biológica del homo sapiens por otros
medios.
En
segundo lugar, la nueva biología evolucionista elimina la estricta
diferenciación entre historia y ciencias naturales, ya eliminada en gran
medida por la “historización” sistemática de estas ciencias en las
últimas décadas. Luigi Luca Cavalli-Sforza, uno de los pioneros
pluridisciplinarios de la revolución del ADN, habla del “placer
intelectual de hallar tantas similitudes entre campos de estudio tan
diferentes, algunos de los cuales pertenecen tradicionalmente a los
polos opuestos de la cultura: la ciencia y las humanidades”. En
síntesis, esa nueva biología nos libera del falso debate sobre el
problema de saber si la historia es una ciencia o no.
En
tercer lugar, nos remite inevitablemente a la visión de base de la
evolución humana adoptada por los arqueólogos y los prehistoriadores,
que consiste en estudiar los modos de interacción entre nuestra especie y
su medio ambiente, y el creciente control que ella ejerce sobre el
mismo. Lo cual equivale esencialmente a plantear las preguntas que ya
planteaba Karl Marx. Los “modos de producción” (sea cual fuere el nombre
que se les dé) basados en grandes innovaciones de la tecnología
productiva, de las comunicaciones y de la organización social –y también
del poder militar– son el núcleo de la evolución humana. Esas
innovaciones, y Marx era consciente de eso, no ocurrieron y no ocurren
por sí mismas. Las fuerzas materiales y culturales y las relaciones de
producción son inseparables; son las actividades de hombres y mujeres
que construyen su propia historia, pero no en el “vacío”, no fuera de la
vida material, ni fuera de su pasado histórico.
Del neolítico a la era nuclear
En
consecuencia, las nuevas perspectivas para la historia también deben
llevarnos a esa meta esencial de quienes estudian el pasado, aunque
nunca sea cabalmente realizable: “la historia total”. No “la historia de
todo”, sino la historia como una tela indivisible donde se
interconectan todas las actividades humanas. Los marxistas no son los
únicos en haberse propuesto ese objetivo –Fernand Braudel también lo
hizo– pero fueron quienes lo persiguieron con más tenacidad, como decía
uno de ellos, Pierre Vilar (14).
Entre
las cuestiones importantes que suscitan estas nuevas perspectivas, la
que nos lleva a la evolución histórica del hombre resulta esencial. Se
trata del conflicto entre las fuerzas responsables de la transformación
del homo sapiens, desde la humanidad del neolítico hasta la humanidad
nuclear, por una parte, y por otra, las fuerzas que mantienen inmutables
la reproducción y la estabilidad de las colectividades humanas o de los
medios sociales y que durante la mayor parte de la historia los han
neutralizado eficazmente. Esa cuestión teórica es central. El equilibrio
de fuerzas se inclina de manera decisiva en una dirección. Y ese
desequilibrio, que quizá supera la capacidad de comprensión de los seres
humanos, supera por cierto la capacidad de control de las instituciones
sociales y políticas humanas. Los historiadores marxistas, que no
entendieron las consecuencias involuntarias y no deseadas de los
proyectos colectivos humanos del siglo XX, quizá puedan esta vez,
enriquecidos por su experiencia práctica, ayudar a comprender cómo hemos
llegado a la situación actual.
(1) Teleología, doctrina que se ocupa de las causas finales.
(2)
Reacción contra Leopold von Ranke (1795-1886), considerado el padre de
la escuela dominante de la historiografía universitaria antes de 1914.
Autor, entre otros títulos, de Historia de los pueblos romano y germano de 1494 a 1535 (1824) y de Historia del mundo (Weltgeschichte), (1881-1888 - inconclusa).
(3)
Lawrence Stone (1920-1999), una de las personalidades más eminentes e
influyentes de la historia social. Autor, entre otros títulos, de The Causes of the English Revolution, 1529-1642 (1972), The Family, Sex and Marriage in England 1500-1800 (1977).
(4) Respectivamente dirigente de la socialdemocracia alemana y de la socialdemocracia rusa, a comienzos del siglo XIX.
(5) Max Weber (1864-1920), sociólogo alemán.
(6)
Por Emile Durkheim (1858-1917), que fundó Las reglas del método
sociológico (1895) y que por ello es considerado uno de los padres de la
sociología moderna. Autor, entre otros títulos, de La división del
trabajo social (1893), El suicidio (1897).
(7)
Michael Postan ocupa la cátedra de historia económica en la universidad
de Cambridge desde 1937. Coinspirador, junto a Fernand Braudel, de la
Asociación Internacional de Historia Económica.
(8) El partido Bharatiya Janata (BJP) dirigió el gobierno indio desde 1999 hasta mayo de 2004.
(9)
Profesor de la universidad de Columbia (Nueva York). Uno de los grandes
especialistas de la historia de las guerras del siglo XX y, sobre todo,
de los lugares de memoria.
(10) Les lieux de mémoire, Gallimard, París, 3 tomos.
(11) Por Charles Darwin (1809-1882), naturalista inglés autor de la teoría sobre la selección natural de las especies.
(12) Jean-Baptiste Lamark (1744-1829), naturalista francés, el primero en romper con la idea de permanencia de la especie.
(13)
Según Richard Dawkins, uno de los más destacados neodarwinistas, los
“memes”, son unidades de base de memoria, supuestos vectores de la
transmisión y de la supervivencia culturales, así como los genes son los
vectores de la subsistencia de las características genéticas de los
individuos.
(14) Ver fundamentalmente Historia marxista, una historia en construcción, Editorial Anagrama, Barcelona, 1974 (agotado).
(Eric Hobsbawm. Discurso de cierre del coloquio de la Academia británica sobre historiografía marxista, pronunciado el 13 de noviembre de 2004).