El volumen editado en Inglaterra compila conferencias y reseñas del historiador fallecido en 2012
Por Pablo Marin (En LA TERCERA 09/06/2013)
El 1 de octubre de 2012, a los 95 años y víctima de una neumonía, Eric Hobsbawm falleció en Londres. No se hacía expectativas de trascendencia o inmortalidad. En su libro de memorias ya había dicho que si su nombre llegase a desaparecer, como desapareció de las lápidas de sus padres en Viena, “no se produciría ninguna laguna en el relato de lo sucedido en la historia del siglo XX, ni en Gran Bretaña ni en ninguna parte”.
Con todo, la prensa y los colegas recordaron masivamente al “historiador más famoso del mundo”, como lo había llamado su amigo y contradictor Tony Judt. También lo homenajearon, no sin poner sobre la mesa algo que el propio Judt había afirmado en su minuto: que Hobsbawm, comunista de toda la vida, “nunca encaró la herencia política y moral de Stalin”. Y celebraron una heterodoxia que exploró temas poco evidentes con evidente vocación narrativa, así como un legado de exploraciones en el arte y la cultura, integrando viejas y nuevas acepciones de esta última.
Hobsbawm, que alguna vez fue crítico de jazz con seudónimo, escribió hasta sus últimos años comentarios de libros en revistas especializadas, capítulos de obras colec-tivas y textos especialmente solicitados por museos, galerías y fundaciones. Todo ese material en distintos idiomas, parte del cual nunca se había publicado, aparece ahora en un volumen: Fractured times. Culture and society in the 20th Century.
Vanguardias e inventos
¿Cómo pudo el siglo XX confrontar el colapso de la sociedad burguesa tradicional y de los valores que la sostuvieron?, se pregunta Hobsbawm a lo largo de una sección completa del libro. El “siglo corto”, como lo llamó, fue también “el siglo del hombre común”. En él se vio la dramática reducción del público de “alta cultura clásico-burguesa” a un “nicho para viejos, para esnobs o para ricos en busca de prestigio”. No es poco decir: a lo largo del siglo XIX, las triunfantes burguesías europeas construyeron en torno a las iglesias y palacios céntricos de Viena y otras ciudades los monumentos a su nuevo estatus: grandes teatros y otros escenarios donde se ejecutarían las óperas, las sinfonías o los ballets que caracterizarían la “alta cultura”. Igual que los museos que también comenzaban a erigirse.
Pero con la Gran Guerra esa sociedad y ese concepto se desmoronan. E incluso antes, cuando asomaron las primeras vanguardias artísticas. El discurso “antiarte” de estas últimas, unido a un auge de “reproducción mecánica” (cada uno por su lado), creó una suerte de vacío para las manifestaciones “clásicas” asociadas a un canon musical que no supera las 200 obras. Y que no tiene opción de renovarse.
Se genera así, para Hobsbawm, una dualidad singular. Por un lado, la cultura clásica ha sido adoptada en buena parte de Occidente como un ideal, como un norte de enriquecimiento espiritual. Pero por otro, es una suerte de islote cada vez más chico: la contemporaneidad exige un sentido de presente, de placer, de inmediatez, de conexión, de éxtasis en todos los sentidos posibles. Ni Mozart ni Beethoven pueden contra eso.
Por otro, está el surgimiento de las vanguardias asociadas a una “‘actividad creativa’ ya no identificable con los criterios tradicionales de las ‘obras de arte’, tales como el talento y la permanencia”. Vanguardias, eso sí, que se reconocen en su tiempo como tales y “no las etiquetas ni las escuelas creadas retrospectivamente, como el ‘Postimpresionismo’, o inventadas por críticos y dealers de arte, como ‘Expresionismo Abstracto’”. Y remata Hobsbawm, como para aclarar, que no tiene problemas con el arte conceptual. Pero observa que “intelectualmente, los conceptos en el arte conceptual suelen ser poco interesantes, a menos que se les lea como chistes, como el urinal de Duchamp o, mucho más divertido para mí, las obras de Paul Klee”.
En ocasiones, a lo largo del libro, Hobsbawm arguye falta de dominio para no entrar en cuestiones muy específicas. O refiere su experiencia vital, como cuando habla de la historia de los judíos en Europa durante los últimos dos siglos: al tiempo que detalla el aporte judío a la política del S. XIX, cavila en torno a la segregación y a la autosegregación, mientras recuerda encuentros familiares de su niñez. También se pregunta si los asesinatos de físicos nucleares iraníes no son síntomas de una creciente -y preocupante- interacción de religión y política.
Se sabe que buen historiador no hace buen profeta y Eric Hobsbawm ha dado pruebas de ello. Por eso en Fractured times hay palabras de esperanza y transformación, pero también diagnósticos fríos y razonados, en los que no se pretende inferir lo que vendrá. Aunque algo se hace: “El historiador tiene una ventaja respecto del futurólogo: la historia lo ayuda, si no a predecir el futuro, al menos a reconocer lo históricamente nuevo en el presente. Y así, quizá, a iluminar el futuro”.