¿Más autonomía en la escuela?
(J. Prats. Publicado en El Periódico el 16 de marzo de 2012)
Autonomía rima con la participación local en la gestión de los centros
educativos. Históricamente este principio de organización está ligado a la
reivindicación de los actores locales (iniciativa privada, padres, congregaciones,
municipios, etc.) a elegir el estilo de escuela, bien sea por razones
relacionadas con los valores, con las concepciones sociopolíticas o con las
pedagógicas. En Cataluña es el modelo que han ejercido tradicionalmente los
colegios religiosos, escuelas laicas que buscaban un camino diferenciado para
educar a los hijos de sus promotores (elites sociales), o las escuelas
cooperativas de padres y maestros que, en los años sesenta y setenta, se
definían como de “pedagogía democrática, moderna y catalana”, la mayoría de las
cuales pasaron a ser públicas durante los ochenta. Este tipo de centros,
independientemente de la regulación, han ejercido de facto un modelo con un
amplio grado de autonomía. Lo que estos días se discute atañe sobre todo a los centros
públicos.
La tradición de la red pública en España es muy diferente a la del norte de
Europa (Inglaterra y Gales, Finlandia, Holanda, Irlanda, etc.) surgida de las
iniciativas municipales o de entidades locales que han constituido un tipo de
escuelas regidas por la comunidad gozando de un alto grado de autonomía en la
gestión de los recursos, del personal y en gran medida de lo pedagógico.
Francia y su escuela republicana han sido el espejo en el que se inspiró el
sistema publico de educación: un modelo centralista que pretende estandarizar
al máximo la estructura de los centros, sus estilos de funcionamiento, el
régimen económico y de personal. Todavía recuerdo mi visita a principios de la
década de los ochenta al Lycée Condorcet, uno de los institutos más
prestigiosos de París. Un grupo de académicos interpelábamos a la directora
sobre la negociación del horario del profesorado, práctica habitual en los
institutos españoles. Nos miró con cara de perplejidad y nos soltó con
rotundidad: “yo no negocio ningún horario, simplemente los asigno en función de
las necesidades del alumnado”, se detuvo un momento y nos espetó la mayor:
“recuerden que yo soy aquí la representante directa del Président
de la République”.
Durante muchas décadas a los franceses les ha funcionado muy bien este modelo
en el que los centros tienen muy poca autonomía y una dirección potente que
aplica con firmeza las prescripciones del modelo educativo. En España no puede
decirse lo mismo.
La escuela pública española, especialmente la secundaria, se configuró
siguiendo este patrón. El franquismo usó y abusó de un modelo jerárquico y
centralizado para ejercer su poder represivo y su concepción de la educación.
Es lógico que, con la llegada de la democracia, se quisiese eliminar el carácter
autoritario de las direcciones escolares, diluyendo la figura del director en
un sistema de gestión participativo (padres, alumnos y profesores).Aunque la
autonomía de los centros se acrecentó teóricamente en lo pedagógico (era
posible un proyecto educativo de centro), esta se fue estrechando en la medida
que los gobiernos autonómicos asumían las competencias educativas. El resultado
final es un gran peso de la administración autonómica, la nula intervención de
la administración local y un reducidísimo margen de decisión del centro. La descentralización
político-administrativa no ha supuesto un aumento de la autonomía de los
centros, sino que ha provocado una dinámica aún mayor de regulación y el paso
desde un monocentrismo o centralismo unitario a un policentrismo. No hay más
que ver las normas que el Departament de Ensenyament publica cada inicio de curso, que ocupan
centenares de páginas del Diario Oficial de la Generalitat y regulan, hasta el
más mínimo detalle, la vida cotidiana de los centros públicos.
Ahora se vuelve a plantear la mayor autonomía de los colegios e institutos,
lo que conlleva aparejado un fortalecimiento de la dirección. Creo que son
medidas que pueden ser positivas para el sistema aunque nadie píense que es el
remedio de todos los males. El papel de la política educativa es ayudar a que
los centros puedan actuar con autonomía, apoyarles y pedirles que rindan
cuentas. Frente a quienes suelen decir que los centros carecen de autonomía, hay
que recordar que una parte importante de los actuales equipos directivos no
quieren ni tan siquiera la que tienen, sino que prefieren no tomar decisiones y
consultarlo todo para evitar responsabilidades. De alguna forma se han
acomodado a la situación.
La investigación educativa es contundente cuando
señala que la autonomía de
los centros no conduce por sí sola a una “liberación” que produzca mejoras
considerables en la eficacia de la gestión. Los cambios de estructura no causan
efectos por sí solos, no son condición suficiente para mejorar los resultados
educativos. Solamente se producirán efectos positivos si la autonomía va
íntimamente unida a otras iniciativas con las que interactúe, es decir, si está
integrada en un proyecto de reforma global del sistema.
Joaquín Prats.
Catedrático de la UB.